Una breve crónica de lo que viví durante la final América - Cruz Azul
JUEVES
Hoy es un
mundo raro.
Se empieza a jugar la primera final
en la que participa el América después de la muerte de mi padre.
Hoy es un mundo raro porque pase lo
que pase, al final de los noventa minutos me va a faltar algo. Dice Nick Hornby
que presenciar un gol de último minuto que le dé el campeonato a tu equipo es
algo que, si tienes suerte, vivirás una vez en la vida. Yo lo viví. Nosotros lo
vivimos. Fue el 26 de mayo de 2002, el gol –en aquel caso de oro- lo anotó el Misionero Castillo y significó el campeonato.
Los reunidos en la casa, cinco o
seis americanistas, nos abrazamos en una piña eufórica en mitad de la sala. Un
segundo antes de aquel cabezazo llevábamos trece años sin celebrar un
campeonato; cuando el balón tocó la red ya éramos campeones.
El
“aún no” contra el “ya está” del que habla Javier Marías en El tiempo indeciso, su cuento sobre
goles y tristes novias balcánicas.
La final no dura 180 minutos. Dura 4
días. Del jueves al domingo imaginando combinaciones, resultados, jugadas. Pero
cuando por fin llegue ese “ya está” definitivo no sabré qué hacer. Y no pienso
en la derrota porque “ese nunca fue” no entra en la ecuación que ahora me
ocupa.
Llegará el domingo, el árbitro
silbará el final o alguien anotará un penal, el América será campeón y no
tendré con quién abrazarme. Supongo que sentiré un poco de rabia porque mi
padre ya no verá ese campeonato, no será suyo, no tendrá noticia de él.
¿Somos campeones después de muertos
o tan sólo sombras que se arrastran por Comala?
A esta misma
hora mi padre estaría llegando a mi casa. El perro enloquecería de gusto y
entre los empellones del animal yo le ofrecería un trago: Presidente con coca,
con suerte Terry. Abriríamos un jamón, picaríamos unas aceitunas y después
surgiría un silencio incómodo. Las gotas que, mientras escribo estas líneas,
caen sobre el techo –siempre la lluvia- nos echarían la mano.
-Al América le viene mejor la cancha
mojada –afirmaría mi padre convencido, y entonces el diálogo comenzaría, poco a
poco, a levantar el vuelo.
Hoy es un
mundo raro. Tan raro como puede serlo un mundo –un día- que quedará enlatado
para siempre. Algunos de nosotros sabremos, en veinte años, qué estábamos
haciendo hoy; qué Terrys hijos de puta no alcanzamos a tomarnos; cómo afectó la
lluvia el desarrollo del partido; qué pasó en ese futuro que muy rápido se
trasformó en después…
Mejor abrir un jamón, picar una
aceituna. Servirme un gin, con suerte Tanqueray.
Con suerte.
SÁBADO
No hubo
suerte. Por lo menos en los primeros noventa minutos de ese anómalo partido de
cuatro tiempos. Un descuido en un tiro de esquina se transformó en un gol que
no ha dejado de rondar por mi cabeza desde el jueves. A veces me parece una
nadería muy fácil de remontar, a veces me parece una cuesta imposible.
Ayer soñé con un partido en el que
el Cruz Azul nos ganaba 4-1. Al final resultó una pesadilla de signo positivo
porque por la mañana me sentía muy optimista pensando que si ellos nos habían
metido cuatro goles en sueños nosotros, fácilmente, podíamos endilgarles otros
cuatro en la realidad.
Un gol, horrible y sin gracia, que
me tortura como la gota del grifo al insomne. Tac, tac, tac, tac… paso de la
negación a la duda, de la duda al desánimo y del desánimo al optimismo en
ciclos de aproximadamente tres horas de duración.
Hoy ganaron
los dos Almerías: nosotros 4-1 al Almagro, en el Ajusco, y los andaluces 3-0 al
Alcorcón y de visita.
El
Almería de allá se perfila como serio aspirante al ascenso a la Primera División
de España –me parece que logrará con cierta facilidad el objetivo-, mientras que
nosotros empezamos a levantar. Para hacer más grande la felicidad anoté un gol.
Un penal bien cobrado: fuerte, raso, a la derecha del portero.
No
sé cómo interpretar tanta buena suerte. Miedo me da.
DOMINGO AL MEDIODÍA
Hoy es un
mundo menos raro que el jueves. Vendrán dos amigos a casa a ver el partido: un
cruzazulino y un neutral. Al final, insisto, no sabré qué hacer. No importa
cuál sea resultado no sabré que hacer.
Derramar
unas cuantas lagrimillas puede ser un buen plan.
Que
sean de felicidad (y un poquito de rabia).
CUALQUIER DÍA EN HORA IMPRECISA
Hubo suerte
y mucha: América consiguió el campeonato al ganar un partido escrito por un
guionista loco, borracho y, lo sospecho, con poco camino recorrido en gestas
futboleras.
Al minuto 13 el América se quedó con
10 jugadores después de la expulsión de Molina por evitar una oportunidad
manifiesta de gol. Expulsión injusta ya que Teofilo Gutiérrez, el ofendido, aún
se encontraba a 30 metros
del arco americanista y con varios defensas en clara posibilidad de frenarle el
paso.
Al minuto 19 Cruz Azul se fue al
frente 0-2 en el global convirtiendo la
cuesta iniciada el jueves en un Everest con invierno crudo.
De allí en adelante el partido cayó
en un marasmo narrativo quebrado, solamente, por una grandísima oportunidad de
conquistar el tercer gol por parte del binomio Teofilo-Jiménez. Al final el
balón pegó dos veces en el mismo poste y yo empecé a creer en milagros.
Al minuto 89 Aquivaldo Mosquera puso
las cosas 1-2 y le regaló al americanismo tres minutos de esperanza.
Y
entonces llegó el 92:22 y el 92:23 y el 92:24 y justo aquí un centro
desesperado que remató, tendiéndose en el aire, Moisés Muñoz, el arquero del
América que había recorrido el campo en busca de lo imposible. Gol de portero y
tiempos extras en medio de un diluvio.
Por eso me atreví a sugerir que el
guionista de esta historia no era muy avezado en materia futbolística, más bien
imagino que se crió en Hollywood, a la sombra de Superbowls de infarto y de Brads
Pits que ganan la Serie Mundial en la novena entrada, en cuenta llena y con dos
outs. Por que acá, en el futbol, ni los balones suelen rebotar en el poste de
manera infinita ni los porteros anotan goles tirándose en plancha. Pero la
noche del 26 de mayo del 2013 así sucedieron las cosas. Bendito guionista gringo
de la Paramount.
Durante los tiempos extras parecía
que el América jugaba con 13 jugadores y el Cruz Azul con 8. Si no cayó el gol
fue por las intervenciones de Jesús Corona, su portero.
Y entonces llegó la serie de
penales: Moisés Muñoz detuvo el primero y Miguel Layún –el jugador que ha soportado
la campaña en redes sociales más agresiva de la historia del futbol mexicano-
anotó el último. Justicia poética de un guionista que seguía haciendo de las
suyas.
Dice Nick Hornby… bueno ya saben lo
que dice el inglés, su cita encabeza estas líneas. Llegó el final y yo, al contrario
de lo imaginado, ante aquel nuevo gol que le dio el campeonato a mi equipo en el
último instante, sí que supe que hacer: salí a la calle para que me mojara la
misma lluvia que caía sobre el Estadio Azteca. Fuera de mí corrí por las calles
con la mirada puesta en el cielo, mirando hacia arriba, hacia una luna que no
existía, hacia la negrura y la humedad.
Gotitas
iluminadas por la luz de los faroles.
Corrí
gritando, recordando a mi padre y entonces sin rabia, creo, lo abracé.
Seguía
siendo hoy, un mundo raro.