martes, 20 de diciembre de 2011

Cuando el futbol sonríe



El domingo pasado el delantero sueco del Almería Henok Goitom anotó un gol bellísimo. Uno de esos goles imposibles con los que sueña todo aquel que ha pateado un balón.

A Goitom le bastaron unas milésimas de segundo para inventarse un prodigio. Con unos cuantos movimientos fue capaz de crear un instante fugaz y eterno al mismo tiempo. Por actos semejantes, hace miles de años, nació el germen de la literatura: alguien fue a conquistar tierras y se encontró con un guerrero de la estirpe de Goitom y a su regreso habló de gigantes poderosos e invencibles; de hombres que volaban y tenían poder sobre los objetos.

Ayer, apenas, en un texto de Juan Cruz encontré una exacta definición del futbol del Barcelona: “Juegan como si estuvieran soñando”. Pues eso: Henok Goitom soñó que anotaba un golazo y por fortuna muchos almerienses participábamos de aquel sueño.

Que nadie venga a despertarnos.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Una guerra contra ti mismo.

A continuación un texto sobre la hipocondría. Incluído en "Geografía de lugares imposibles", novela de próxima aparición.


La hipocondría es un estado de guerra contra ti mismo. La mía es una hipocondría que rebasa cuestiones de salud y se instala sobre los asuntos más variados. Estoy convencido de que todo acabará resultando de la peor manera: el avión se estrellará, la varita de incienso saldrá defectuosa, sobre la computadora caerá el virus más letal de la historia.
Así es ahora, a mis veintitantos años, y así ha sido desde que tengo memoria: la muerte, el fracaso, la enfermedad han acompañado todos mis proyectos. Salvada una desgracia aparece otra aún más grande. Como les sucede a esos caminantes que al conquistar, la que creen que es la última loma de su recorrido, se encuentran en la cima con una nueva serie de elevaciones.
Seguro que después de resuelto el asunto del cáncer de mi padre un nuevo temor a largo plazo de instaló sobre mí. Han pasado muchos años y no puedo recordar qué fue lo que llenó de sombras mis madrugadas. Quizá la inminencia de una tragedia global o la posibilidad de que una enfermedad, más dolorosa y oscura que un cáncer, cayera sobre mí.
Y al final del día no importa que haya logrado sortear las desgracias porque mi hipocondría es tan hija de puta que cuando todo marcha bien disfruta al recordarme que esos peligros salvados no dejan de ser afluentes de la muerte, un río voraz e irrevocable. Así que no importa que yo y los míos nos libremos de diez mil cánceres; no importa ni el sonido ni el silencio; no importa que llegara a dominar el poder de concentrarme tanto que en lugar de regresar el tiempo unos segundos pudiera volver hasta el vientre de mi madre y esperar allí nueve y otros nueve y otros nueve meses en la paz de la humedad.
Al final tendría que salir y la muerte estaría allí, acechando con su garra de gato atigrado o cachorro de tigre, esperando por mí.

viernes, 25 de noviembre de 2011

La ciudad de las latas

Yo sé muy poco acerca de las oscuridades de Bilbao. Conozco dos y muy de paso: la oscuridad húmeda del silencio y la oscuridad que antecede a la muerte, e incluso puede ser que mi inexperiencia relativa a las tinieblas bilbaínas esté mezclando una sobre la otra.
Llegué a Bilbao una lluviosa tarde de otoño con la consigna de conocer el estadio San Mamés y el museo Guggenheim. Nada más salir de la estación de autobuses me topé con el estadio. Es blanco y sucio. Rodeado, en sus pisos superiores, por un horripilante barandal rojo. La estructura del coloso viene a ser una mezcla de escuela primaria de gobierno y de lata de galletas gigante. San Mamés pertenece a la estirpe de edificios cuya belleza está más allá de sus dotes arquitectónicas. La belleza de San Mamés reside en su voz. Aquella fría tarde el estadio callaba, era viernes, y sin embargo ese silencio era suficiente para llenar de melancolía el entorno.
Mientras le daba la vuelta al estadio luchaba contra un viento y una lluvia que a toda costa buscaban desfondar mi paraguas. El silencio contribuía a mi tristeza, se iba apoderando de mí una grave soledad.
(si el silencio de San Mamés me producía aquellos sentimientos no quiero ni imaginar lo que sucede cuando San Mámes habla, cuando San Mamés grita, cuando en una tarde de domingo de la Catedral surge la voz)
Llegué a una taquilla que anunciaba que se podía acceder al estadio de cuatro a siete de la tarde. Eran las tres. La lluvia y los extraños horarios me empujaron a buscar refugio en el Guggenheim. Ahora sé que podría haber realizado el recorrido a pie sin embargo un policía me sugirió que debía tomar el metro. “Saliendo de la estación Móyua te encuentras de frente con el museo”, me dijo. Tardé un rato en orientarme para saber qué rumbo tomar dentro del metro. Las redes de metro que yo conozco son precisamente eso: redes que se entrecruzan como si fueran las venas y arterias de una ciudad. El metro de Bilbao es diferente. No sé si son dos líneas que corren casi de manera paralela, no sé si en verdad es una red que no se deja ver por culpa de alguna oscuridad bilbaína de la que lo desconozco todo.

San Mamés
Indautxu
Móyua

Tres tristes paradas y entonces salí a la plaza que le da nombre a la estación y me encontré con un jardín que es cruzado por cuatro grandes avenidas. Es decir, ocho posibles caminos le fueron ofrecidos a mis pasos… y del Guggenheim ni su rastro. Decidí tomar por Iparraguirre hacia el norte como podía haberme decidido por cualquiera de las otras siete opciones que me ofrecía la brújula Móyua. Nada más dar los primeros pasos me di cuenta que la oscuridad húmeda del silencio, incubada en mí por obra y desgracia del mutismo de San Mamés, comenzaba a hacer estragos en mi espíritu. Me encontraba completamente aislado. Desconocía el rumbo que debía tomar y sin embargo no quería preguntarle a nadie, no podía preguntarle a nadie. Llegaría al museo por mis propios medios así tuviera que regresar sobre mis pasos y recorrer cada una de las otras siete opciones. De la Plaza Móyua al infinito.
La providencia quiso que llegara al Guggenheim. Otra lata. Muchas varias latas superpuestas en un diálogo magnífico. Recipientes de metal que engordan de adentro hacia fuera. Ligeramente abollados. Envases a punto de estallar. Cerca de la base y también en la punta de su grandioso desbarajuste el museo Guggenheim tiene sendas paredes de vidrio que casi nadie nota.
Pagué mi entrada y entré al museo.
Una instalación de luces azules y negras me sedujo igual que hacen las lámparas con las palomilla. No me quedó más que iniciar mi recorrido por allí. Installation for Bilbao. Jenny Holzer. 1997. Anunciaba una gran placa. Prohibido tomar video o fotos se pedía a su vez en un letrero que yo decidí ignorar. Las tres fotos que tomé, y que revisé estratégicamente escondido detrás de una columna, no le hacían justicia a la obra. El video sin embargo lograba captar, aunque de manera minúscula, el sentido de la instalación. Puedo decir, con temor a equivocarme, que Installation for Bilbao es una fuga de luz escapando de varias tuberías o un letrero de aeropuerto enloquecido. A mi espíritu de palomilla le costó mucho esfuerzo decidirse a salir de aquella luminiscencia. Algo sospecharía porque fue en ese instante cuando me envolvió la oscuridad que antecede a la muerte. Me envolvió bajo el disfraz de una lacerante opresión en el pecho. Opresión que desembocaba en la barbilla en un inobjetable síntoma de infarto.
Regresé a la columna que antes me había servido de escondite, coloqué mi mano sobre ella a manera de apoyo y esperé a que el espasmo cediera un poco. Habría matado por tener a mano una aspirina. El público concentrado en los mensajes de Jenny Holzer ignoraba mi sufrimiento.
Por fortuna después de uno o dos minutos la opresión disminuyó pero empapado ya de la oscuridad comencé a tomar las peores decisiones. En lugar de de dirigirme a la enfermería opté por subir a un elevador. Lo hice en compañía de una madre y una hija que desde sus setenta años combinados ignoraban que su compañero de ascensión era un joven mexicano al que le estaba dando un infarto. Todo es disimulable, hasta el inicio de una muerte.
Nada más dar los primeros pasos en la segunda planta del Guggenheim y el dolor regresó con mayor fuerza. Cualquiera habría intentado pedir ayuda pero yo no quería hablar con nadie, no podía hablar con nadie. Estaba atrapado en medio de la inexplicable oscuridad. Por los ventanales superiores, casi un techo, se deslizaba una lluvia indiferente de la soledad que me había atrapado. Un infarto para alguien menor de cuarenta años es mortal y yo tenía treinta y ocho. Recuerdo otro letrero: "Todas las historias del arte" y después una flecha verde señalando la dirección en la que se encontraba esa colección de nombre tan absurdo. Todas las historias del arte, todas absolutamente. Aquello me pareció, a pesar de mi situación, un despropósito y sin embargo obedecí a la flecha.
Entré en una nueva sala y frente a una niña de cuello isabelino se intensificó la opresión. Como si a la fuerza hubieran introducido un costal de piedras en mi tórax. Pensé en Ana, tan lejos y tan ajena de mi soledad y de mi muerte. Como pude llegué a una larga banca de madera, de ésas que sirven para detenerse a contemplar un cuadro al detalle, y traté de sentarme
(lo mismo hubiera sido que me dejara caer así sin más o que me hubiera ido deslizando poco a poco por un pared)
pero acabé en el suelo.
Las cámaras de seguridad del museo dan fe de que sufrí un par de desvanecimientos más. El primero frente a un cuadro de Tiziano, el segundo al tratar de abrir, inexplicablemente, una puerta de servicio. Qué importa si fueron tres caídas o un millón. De cualquier manera a partir del cuello isabelino yo no recuerdo más.
Los médicos del Hospital Civil de Basurto me dicen que estuve al borde de la muerte. Confirmaron lo que ya sabía acerca de un infarto a mi edad. Se habló, incluso, de que hubo unos cuantos segundos, por fortuna ya en la ambulancia, en que estuve clínica u oficialmente muerto. No retengo el adverbio exacto y en cualquier caso no importa. Yo cerré los ojos ante un Velázquez y los abrí dos días después ante Almudena, la enfermera de guardia.
-¿Vio la luz?
-¿Cuál luz?
-No importa.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Fotografía de la página 14

Salen los dos a dar su paseo diario. El perro siempre tres o cuatro pasos por delante. El hombre detrás, con la cadena enrollada a la muñeca derecha; en un gesto que refleja el ejercicio de una fuerza innecesaria, ya que el perro es pequeño y poco dado a las escaramuzas y es seguro que una simple sujeción natural de la agarradera bastaría para controlarlo. Pero a Antonio le gusta guiarlo así, con una imaginaria mano fuerte, mientras que al perro no le importa en lo más mínimo como lo sujeten, es un animal dócil, decíamos.
Incluso la cadena funciona tan sólo para el primer tramo del recorrido, porque una vez que llegan a la orilla del río, el hombre se agacha hasta el cuello de su compañero, y después de un clic el perro queda en libertad, en una libertad que se traduce en seis o siete pasos de diferencia, no más.
Y Antonio voltea hacia el Arno y sus ojos se pierden en el ligero caudal. ¿Qué mira quien mira un río?
Antonio lo sabrá y yo no lo sé, porque en lugar de un río, mis ojos ven a un hombre con su perro. Estoy parado en el Puente Vespucci, y podría estar mirando hacia Santa María Novella, hacia el Puente Vecchio, pero mis ojos se quedan pegados allí, en los saltitos que da el animal entre el fango de la orilla sin alejarse mucho de Antonio.
-Tómame una foto –pide Ana, mientras coloca la mejor sonrisa del mundo frente al lente de mi cámara.
Yo quiero seguir mirando al hombre y al perro que ahora caminan por la orilla, seguir escuchando al río, pero ella es obstinada y no quiere regresar sin una foto con fondo toscano. Apunto pues la cámara contra mi Gioconda pero ninguna composición me parece adecuada, hasta que de pronto descubro en la parte inferior derecha dos puntitos que se alejan, entonces disparo y capturo la mejor vista de Florencia.
¡Clic!
Y el perro vuelve a regirse por el mando del hombre en el justo instante en el que se ha escuchado un trueno, pero no es seguro que llueva, ayer estuvo igual, Antonio creyó que iba a refrescar y sin embargo el calor no le dejó dormir. Pero todo es fortuito y una hora después el perro y el hombre llegan empapados y divertidos a casa, dejando un desbarajuste de lodo en los catorce peldaños de la escalera que nunca sabremos quién habrá de limpiar.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Maniquí



A Juan Pablo

En el mes de julio, en pleno verano, en un prado donde paseo al perro apareció una cabeza de maniquí de gran personalidad.
Estaba maltratada, es cierto, pero sus ojos irradiaban un brillo esperanzador. Su piel parecía suave y mostraba orgullosa una trenza. Se podría pensar que era un maniquí que lo había abandonado todo en la búsqueda de nuevos horizontes.
El tiempo fue pasando y la hierba la comenzó a cubrir. Pasaban semanas en los que me olvidaba de la cabeza pero siempre llegaba el día en que me sorprendía en una nueva postura o en un sitio diferente del prado.
En una ocasión, incluso, pareció colocarse un trébol en la oreja. No resistí tomarle una nueva fotografía. Daba la impresión de que aquel despojo de maniquí comenzaba a encontrarle sentido a su nueva vida.
Me fui de viaje y me olvidé la cabeza.
Ayer, sin embargo, la volví a encontrar. Parece que no está llevando muy bien el noviembre que le ha caído encima. Se le ve muy mal. Tiene frío y es claro que no sabe cómo afrontar el invierno. Es algo que seguro no entra en la naturaleza de un maniquí.
Qué haya suerte.

martes, 15 de noviembre de 2011

La Torre de Belén


La Torre de Belén parece hecha de arena.
En cualquier momento una ola vendrá a romperla.
La Torre de Belén se desmorona minuto a minuto hacia el fondo del Tajo.
Como una pieza de alka-seltzer.
Submarinistas circunspectos reparan por la noche los estropicios de las mareas.
Los submarinistas se jubilarán.
Morirán rodeados de sus nietos
(submarinistas también)
que heredarán el trabajo de los abuelos.
Al final morirán y heredarán el empleo
y morirán y heredarán el empleo
y morirán y heredarán el empleo
Y mientras tanto la Torre de Belén continuará ahuyentando a los barcos que jamás
(para eso existe y se desmorona)
habrán de llegar a Lisboa

jueves, 13 de octubre de 2011

Marikillas y Doramoshos


Para José Ortiz Bernal, un grande.

En el verano de 2002 iba en un autobús de Córdoba a Sevilla cuando en la radio informaron que el Almería había ascendido a segunda división. Juan Pablo, el amigo con el que viajaba (de abuelos almerienses), se emocionó con la noticia y me contó la historia del Almería mexicano.
Me gustó el equipo y decidí que algún día ficharía en él. Me tardé más de un año en lograr mi propósito. De hecho todo estuvo a punto de frustrarse por culpa del presidente del club* quien no estaba muy de acuerdo con mi contratación.
El 4 de octubre de 2003 hice mi debut. En realidad nuestro Almería no es más que un equipo de amigos y sin embargo jugar allí ha sido una de las mejores cosas que me han sucedido en la vida. No exagero si les digo que mi vida es otra a partir del momento en que coloqué por primera vez la camiseta verdiblanca.
Supongo que por eso le tomé tanto cariño al otro Almería (al verdadero). Comencé a seguir los resultados por Internet y sufrí mucho cuando en la temporada de 2005-06 se quedaron (nos quedamos) cerca del ascenso. Pero llegó el 2007 y el destino nos premio a ambos equipos: con el esperado ascenso y con nuestro triunfo en la Recopa del Ajusco (el único título que tenemos).
Cuando el Almería ascendió a primera división varios miembros del equipo hicimos una manda (¿se dirá así en España? Una manda es una especie de promesa) en la que nos comprometíamos a ir a un juego del Almería. A mí me tocó ¿la suerte? de ir al Barcelona – Almería de octubre de 2008. Fue un espantoso partido de cinco goles en el primer tiempo. Recuerdo que a Negredo lo expulsaron muy temprano por patear a Rafa Márquez. Los catalanes me veían muy feo enfundado en mi camiseta verdiblanca del Almería mexicano abucheando todas las jugadas blaugranas. Estoy convencido que esa noche fue el despertar de ese Barcelona que maravilló al mundo (¿por qué no se esperó una semanita?).
Todos los domingos a las 10 de la mañana comencé a seguir a ese equipo alegre y desenfadado. Disfruté el triunfo frente al Madrid, el golazo de Negredo en un extraño tiro libre, los enojos de Crusat, el golazo de Ortiz Bernal frente al Xerez en un momento muy complicado de la temporada y una remontada de película frente al Valladolid.
Y entonces fue que por medio de twitter contacté con José Ortiz Bernal, capitán del equipo. Un personaje que representa los mejores valores del futbol.
Un buen capitán debe ser un símbolo y desde la distancia puedo darme cuenta de que Ortiz Bernal es un símbolo que incluso trasciende los límites de la cancha. Me parece que nuestro capitán representa el alma de todo un pueblo.
A partir de ese contacto el cariño hacia el equipo dejó de ser “platónico” para convertirse en una realidad tangible. Se podría decir que a partir de allí me convertí en un almeriense con todas las de la ley. Además gracias a la red fui conociendo a muchos otros seguidores del Almería:

@Marikilla92, @Doramosho, @Kokesalbla, @ManuelSanchez___, @Amoreno_Ibiza, @ALMERIAUEFA, @r_almeria, @76AntonioVilla, @rehtafdogeht , @Bea_Butterfly y muchos otros que vienen y van.

Y me gustó seguirlos no sólo por el cariño al equipo que nos unió como un común denominador, sino porque detrás de esos nombres misteriosos descubrí lindas personas. Tomé café en las tardes de domingo con Manuel; gracias a las fotos de Antonio conocí a la invicta Vera; con Doramosho, Pablo y el otro Antonio les cobramos, de malas maneras, a unos deudores morosos de Nueva Jersey; lamenté derrotas americanistas con @r_almeria; fui testigo de mesas de madrugada arrasadas por María-kokesalba y compañía; leí los despotriques de Miguel Ángel con respecto al Barca; aprendí a manejar con Bea y viaje en un barquito con Marikilla.
Todo eso desde mi casa de la Ciudad de México.

Desde hace años me persigue la idea de un libro acerca de lo que significa irle a un equipo de futbol. Estoy convencido de que todos, futboleros y no, tenemos un equipo favorito, una idea de equipo por el que lo daríamos todo. Seguro mi caso es para estudio: a mis años me fui a enamorar de un modesto club, de una pequeña ciudad al otro lado del mundo. Sin embargo algo me dice que no estoy equivocado.
Y seguro que en unos días más, cuando por fin pueda caminar por la ciudad, cuando los nombres dejen de ir precedidos de una arroba, cuando insulté desde la grada al árbitro cabrón en turno, mi sentimiento almeriense crecerá aún más.

En fin, querida Almería, allá nos vemos.



*Dicho presidente no es otro que Enrique López Rull quien con el tiempo se convirtió en uno de mis grandes amigos y que estará conmigo en la próxima peregrinación a nuestra Meca, a nuestra Almería.

martes, 13 de septiembre de 2011

Lo pude todo donde nunca estuve



Un frgamento del capítulo 110 de El libro del desasosiego de Fernando Pessoa:









"Y entonces, en plena vida, es cuando el sueño gana grandes salas de cine. Voy por una calle irreal de la Baixa y la realidad de las vidas que no hay envuelve, con cariño, mi cabeza con un turbante blanco de reminiscencias falsas. Y así navego, en un desconocimiento de mí. Lo pude todo donde nunca estuve. Y es una brisa nueva esta somnolencia que me impulsa a caminar, echado hacia adelante, en marcha hacia lo imposible.



Cada cual tiene su alcohol. Yo tengo alcohol de sobra con existir."

lunes, 12 de septiembre de 2011

Los brownies, fieles amigos de los escritores

Escribir es un sitio que para mí siempre se encuentra en el futuro. Un lugar que nunca sé si volveré a pisar. Una escalera que puede desmoronarse al siguiente paso.

Nunca he sentido la presencia de la musa ni esa voz que muchos dicen les dicta lo que escriben.

Para mí cada palabra puede ser la última.

Cuando lo que escribo no fluye bien (o cuando me encuentro con un bloqueo) envidio a los escritores que reciben ayudas externas para poder contar su historias. Entonces voy al refrigerador, abro una Guinness y recuerdo con una lagrimita a punto de brotar el caso de los brownies escoceses que ayudaban a escribir a Robert Louis Stevenson.

Los brownies son unos enanos que habitan en los bosques de Escocia. Tiene la piel peluda, ojos azules y poseen, por lo que se ve (y se lee), un gran talento literario.

En un artículo publicado en Scribner´s Magazine Stevenson, autor de La isla del tesoro y El doctor Jekyll y Mr. Hyde, aceptaba que buena parte de su obra fue escrita en realidad por un grupo de brownies amigos: "Hacen la mitad de mi trabajo mientras yo duermo, y con toda probabilidad, hacen también el resto cuando estoy despierto (...) El conjunto de mis ficciones publicadas debe ser producto exclusivo de algunos brownies que tengo encerrados en mi desván, mientras que yo recibo todas alabanzas".

Stevenson también afirmaba que los brownies le enseñaron un concepto fundamental que aplicó a su literatura: la de dosificar la información que el lector debe conocer, irla soltando poco a poco a lo largo del texto, mantener un hilo de tensión invisible que ayude a sostener la estructura del libro.

A cambió de su ayuda los brownies recibían unas cuantas pintas de cerveza. Los enanos y el escritor mantuvieron una relación tan estrecha que los habitantes de la isla de Tuamasaga, en donde se encuentra la tumba de Stevenson, aseguran que los brownies realizan una peregrinación anual desde Escocia para celebrar a su amigo y bailar noches enteras alrededor de su tumba.

Quién tuviera ayudantes así. De cualquier manera hoy por la noche, antes de dormir, abriré una Guinness y la dejaré como ofrenda para algún brownie que ande perdido por estos lares.



Con información de: Enanos y gnomos, Édouard Brasey, Morgana 2000


viernes, 9 de septiembre de 2011

16:20, Andalucy

Es martes, las tres de la tarde no deben estar lejos, ni a un lado ni hacia otro, y Pedro, después de terminar la talla de una pequeña escultura que parece una mujer negra, cuyas nalgas se llevaron el cincuenta por ciento del material, se dispone a realizar (si realizar es quedarse quieto y con la mente puesta en el infinito) la siesta vespertina. Hoy será corta porque cerca de las cinco tiene que verse con Raúl en un bar cercano a la Corredera.

Coloca la cabeza en la almohada y espera al sueño. Lo espera siempre con los zapatos puestos, como para que sus primeros pasos en los terrenos de las sombras sean firmes, nada vacilantes. Entrar de golpe en el sueño como entra el andarín al estadio en los Juegos Olímpicos, en medio de una ovación; o en este caso en medio del silencio, pero con la sonrisa en el rostro.

Así duerme Pedro con zapatos y riendo.

Suena el teléfono y antes del segundo ring ya sufre una taquicardia que amenaza con hacerle estallar el corazón. Aún no se acostumbra a ese horroroso timbre porque hace poco tiempo le instalaron el teléfono, tan poco tiempo en verdad, que sólo Raúl tiene su número.

-¿Eres tú? -Pregunta una voz de mujer. Mujer bonita, seguro.

-Sí, soy yo -responde Pedro a una de las pocas preguntas del lenguaje humano que tienen una única segura respuesta. Nadie puede ser otro.

-¿No estás que te cagas?

-Estaba dormido -responde el joven todavía entre sueños, mientras voltea a ver el reloj.

Las cuatro y veinte y Pedro aún no entiende de quién puede ser esa prometedora voz ni porqué debería estar cagándose.

La mujer bonita se ha quedado callada, pero del otro lado de la línea se escucha el sonido de una televisión encendida. Hay un diálogo de voces monótonas y grises, que hablan de una explosión y de un número indeterminado de muertos. Nada que ver con la voz de las dos preguntas extrañas: ¿Eres tú? ¿No estás que te cagas? Y que justo en ese momento agrega una más:

-¡¿Ya oíste?!

-No, no pude oír nada.

-¡Joder, Manuel! ¡Que los kamikazes del ejército rojo del Japón se han cargado las Torres Gemelas!

-No me llamo Manuel, soy Pedro.

-Yo soy Inma, disculpa, quería hablar con Mau, ¿no se encuentra? -Lanza su cuarta pregunta la voz pero ahora no pueden ocultar su vergüenza. Dice sin decir "Perdona, no era mi intención molestarte. Regularmente soy más seria, pero con esto..." y detrás de esos puntos suspensivos Pedro tendría que ver derrumbarse la torre norte del World Trade Center, como ahora mismo los ojos de Inmaculada lo están viendo.

-Vivo solo.

-Disculpa, tengo que colgar.

Pedro alcanza a escuchar que del televisor de Inma se escapa un ¡Oh, my god! de la transmisión original , seguido de un ¡Santo cielo! del presentador del telediario. Se recuesta de nuevo sobre el colchón y cierra los ojos, pero esta vez no puede reír, por su mente pasan cientos de avioncitos rojos con un punto negro, o negros con un punto rojo, que revolotean a un lado de la Estatua de la Libertad y del Empire State igual que lo haría un ejército de moscas sobre una gran mierda olvidada en la calle. En cada avioncito viaja un japonés de dibujo animado con los dientes apretados y dispuesto a todo.

En ese instante Pedro se da cuenta que es inútil dormir y decide salir a la calle para enterarse bien del asunto de los kamikazes de caricatura que han desatado el terror sobre las calles de Nueva York.