viernes, 25 de noviembre de 2011

La ciudad de las latas

Yo sé muy poco acerca de las oscuridades de Bilbao. Conozco dos y muy de paso: la oscuridad húmeda del silencio y la oscuridad que antecede a la muerte, e incluso puede ser que mi inexperiencia relativa a las tinieblas bilbaínas esté mezclando una sobre la otra.
Llegué a Bilbao una lluviosa tarde de otoño con la consigna de conocer el estadio San Mamés y el museo Guggenheim. Nada más salir de la estación de autobuses me topé con el estadio. Es blanco y sucio. Rodeado, en sus pisos superiores, por un horripilante barandal rojo. La estructura del coloso viene a ser una mezcla de escuela primaria de gobierno y de lata de galletas gigante. San Mamés pertenece a la estirpe de edificios cuya belleza está más allá de sus dotes arquitectónicas. La belleza de San Mamés reside en su voz. Aquella fría tarde el estadio callaba, era viernes, y sin embargo ese silencio era suficiente para llenar de melancolía el entorno.
Mientras le daba la vuelta al estadio luchaba contra un viento y una lluvia que a toda costa buscaban desfondar mi paraguas. El silencio contribuía a mi tristeza, se iba apoderando de mí una grave soledad.
(si el silencio de San Mamés me producía aquellos sentimientos no quiero ni imaginar lo que sucede cuando San Mámes habla, cuando San Mamés grita, cuando en una tarde de domingo de la Catedral surge la voz)
Llegué a una taquilla que anunciaba que se podía acceder al estadio de cuatro a siete de la tarde. Eran las tres. La lluvia y los extraños horarios me empujaron a buscar refugio en el Guggenheim. Ahora sé que podría haber realizado el recorrido a pie sin embargo un policía me sugirió que debía tomar el metro. “Saliendo de la estación Móyua te encuentras de frente con el museo”, me dijo. Tardé un rato en orientarme para saber qué rumbo tomar dentro del metro. Las redes de metro que yo conozco son precisamente eso: redes que se entrecruzan como si fueran las venas y arterias de una ciudad. El metro de Bilbao es diferente. No sé si son dos líneas que corren casi de manera paralela, no sé si en verdad es una red que no se deja ver por culpa de alguna oscuridad bilbaína de la que lo desconozco todo.

San Mamés
Indautxu
Móyua

Tres tristes paradas y entonces salí a la plaza que le da nombre a la estación y me encontré con un jardín que es cruzado por cuatro grandes avenidas. Es decir, ocho posibles caminos le fueron ofrecidos a mis pasos… y del Guggenheim ni su rastro. Decidí tomar por Iparraguirre hacia el norte como podía haberme decidido por cualquiera de las otras siete opciones que me ofrecía la brújula Móyua. Nada más dar los primeros pasos me di cuenta que la oscuridad húmeda del silencio, incubada en mí por obra y desgracia del mutismo de San Mamés, comenzaba a hacer estragos en mi espíritu. Me encontraba completamente aislado. Desconocía el rumbo que debía tomar y sin embargo no quería preguntarle a nadie, no podía preguntarle a nadie. Llegaría al museo por mis propios medios así tuviera que regresar sobre mis pasos y recorrer cada una de las otras siete opciones. De la Plaza Móyua al infinito.
La providencia quiso que llegara al Guggenheim. Otra lata. Muchas varias latas superpuestas en un diálogo magnífico. Recipientes de metal que engordan de adentro hacia fuera. Ligeramente abollados. Envases a punto de estallar. Cerca de la base y también en la punta de su grandioso desbarajuste el museo Guggenheim tiene sendas paredes de vidrio que casi nadie nota.
Pagué mi entrada y entré al museo.
Una instalación de luces azules y negras me sedujo igual que hacen las lámparas con las palomilla. No me quedó más que iniciar mi recorrido por allí. Installation for Bilbao. Jenny Holzer. 1997. Anunciaba una gran placa. Prohibido tomar video o fotos se pedía a su vez en un letrero que yo decidí ignorar. Las tres fotos que tomé, y que revisé estratégicamente escondido detrás de una columna, no le hacían justicia a la obra. El video sin embargo lograba captar, aunque de manera minúscula, el sentido de la instalación. Puedo decir, con temor a equivocarme, que Installation for Bilbao es una fuga de luz escapando de varias tuberías o un letrero de aeropuerto enloquecido. A mi espíritu de palomilla le costó mucho esfuerzo decidirse a salir de aquella luminiscencia. Algo sospecharía porque fue en ese instante cuando me envolvió la oscuridad que antecede a la muerte. Me envolvió bajo el disfraz de una lacerante opresión en el pecho. Opresión que desembocaba en la barbilla en un inobjetable síntoma de infarto.
Regresé a la columna que antes me había servido de escondite, coloqué mi mano sobre ella a manera de apoyo y esperé a que el espasmo cediera un poco. Habría matado por tener a mano una aspirina. El público concentrado en los mensajes de Jenny Holzer ignoraba mi sufrimiento.
Por fortuna después de uno o dos minutos la opresión disminuyó pero empapado ya de la oscuridad comencé a tomar las peores decisiones. En lugar de de dirigirme a la enfermería opté por subir a un elevador. Lo hice en compañía de una madre y una hija que desde sus setenta años combinados ignoraban que su compañero de ascensión era un joven mexicano al que le estaba dando un infarto. Todo es disimulable, hasta el inicio de una muerte.
Nada más dar los primeros pasos en la segunda planta del Guggenheim y el dolor regresó con mayor fuerza. Cualquiera habría intentado pedir ayuda pero yo no quería hablar con nadie, no podía hablar con nadie. Estaba atrapado en medio de la inexplicable oscuridad. Por los ventanales superiores, casi un techo, se deslizaba una lluvia indiferente de la soledad que me había atrapado. Un infarto para alguien menor de cuarenta años es mortal y yo tenía treinta y ocho. Recuerdo otro letrero: "Todas las historias del arte" y después una flecha verde señalando la dirección en la que se encontraba esa colección de nombre tan absurdo. Todas las historias del arte, todas absolutamente. Aquello me pareció, a pesar de mi situación, un despropósito y sin embargo obedecí a la flecha.
Entré en una nueva sala y frente a una niña de cuello isabelino se intensificó la opresión. Como si a la fuerza hubieran introducido un costal de piedras en mi tórax. Pensé en Ana, tan lejos y tan ajena de mi soledad y de mi muerte. Como pude llegué a una larga banca de madera, de ésas que sirven para detenerse a contemplar un cuadro al detalle, y traté de sentarme
(lo mismo hubiera sido que me dejara caer así sin más o que me hubiera ido deslizando poco a poco por un pared)
pero acabé en el suelo.
Las cámaras de seguridad del museo dan fe de que sufrí un par de desvanecimientos más. El primero frente a un cuadro de Tiziano, el segundo al tratar de abrir, inexplicablemente, una puerta de servicio. Qué importa si fueron tres caídas o un millón. De cualquier manera a partir del cuello isabelino yo no recuerdo más.
Los médicos del Hospital Civil de Basurto me dicen que estuve al borde de la muerte. Confirmaron lo que ya sabía acerca de un infarto a mi edad. Se habló, incluso, de que hubo unos cuantos segundos, por fortuna ya en la ambulancia, en que estuve clínica u oficialmente muerto. No retengo el adverbio exacto y en cualquier caso no importa. Yo cerré los ojos ante un Velázquez y los abrí dos días después ante Almudena, la enfermera de guardia.
-¿Vio la luz?
-¿Cuál luz?
-No importa.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Fotografía de la página 14

Salen los dos a dar su paseo diario. El perro siempre tres o cuatro pasos por delante. El hombre detrás, con la cadena enrollada a la muñeca derecha; en un gesto que refleja el ejercicio de una fuerza innecesaria, ya que el perro es pequeño y poco dado a las escaramuzas y es seguro que una simple sujeción natural de la agarradera bastaría para controlarlo. Pero a Antonio le gusta guiarlo así, con una imaginaria mano fuerte, mientras que al perro no le importa en lo más mínimo como lo sujeten, es un animal dócil, decíamos.
Incluso la cadena funciona tan sólo para el primer tramo del recorrido, porque una vez que llegan a la orilla del río, el hombre se agacha hasta el cuello de su compañero, y después de un clic el perro queda en libertad, en una libertad que se traduce en seis o siete pasos de diferencia, no más.
Y Antonio voltea hacia el Arno y sus ojos se pierden en el ligero caudal. ¿Qué mira quien mira un río?
Antonio lo sabrá y yo no lo sé, porque en lugar de un río, mis ojos ven a un hombre con su perro. Estoy parado en el Puente Vespucci, y podría estar mirando hacia Santa María Novella, hacia el Puente Vecchio, pero mis ojos se quedan pegados allí, en los saltitos que da el animal entre el fango de la orilla sin alejarse mucho de Antonio.
-Tómame una foto –pide Ana, mientras coloca la mejor sonrisa del mundo frente al lente de mi cámara.
Yo quiero seguir mirando al hombre y al perro que ahora caminan por la orilla, seguir escuchando al río, pero ella es obstinada y no quiere regresar sin una foto con fondo toscano. Apunto pues la cámara contra mi Gioconda pero ninguna composición me parece adecuada, hasta que de pronto descubro en la parte inferior derecha dos puntitos que se alejan, entonces disparo y capturo la mejor vista de Florencia.
¡Clic!
Y el perro vuelve a regirse por el mando del hombre en el justo instante en el que se ha escuchado un trueno, pero no es seguro que llueva, ayer estuvo igual, Antonio creyó que iba a refrescar y sin embargo el calor no le dejó dormir. Pero todo es fortuito y una hora después el perro y el hombre llegan empapados y divertidos a casa, dejando un desbarajuste de lodo en los catorce peldaños de la escalera que nunca sabremos quién habrá de limpiar.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Maniquí



A Juan Pablo

En el mes de julio, en pleno verano, en un prado donde paseo al perro apareció una cabeza de maniquí de gran personalidad.
Estaba maltratada, es cierto, pero sus ojos irradiaban un brillo esperanzador. Su piel parecía suave y mostraba orgullosa una trenza. Se podría pensar que era un maniquí que lo había abandonado todo en la búsqueda de nuevos horizontes.
El tiempo fue pasando y la hierba la comenzó a cubrir. Pasaban semanas en los que me olvidaba de la cabeza pero siempre llegaba el día en que me sorprendía en una nueva postura o en un sitio diferente del prado.
En una ocasión, incluso, pareció colocarse un trébol en la oreja. No resistí tomarle una nueva fotografía. Daba la impresión de que aquel despojo de maniquí comenzaba a encontrarle sentido a su nueva vida.
Me fui de viaje y me olvidé la cabeza.
Ayer, sin embargo, la volví a encontrar. Parece que no está llevando muy bien el noviembre que le ha caído encima. Se le ve muy mal. Tiene frío y es claro que no sabe cómo afrontar el invierno. Es algo que seguro no entra en la naturaleza de un maniquí.
Qué haya suerte.

martes, 15 de noviembre de 2011

La Torre de Belén


La Torre de Belén parece hecha de arena.
En cualquier momento una ola vendrá a romperla.
La Torre de Belén se desmorona minuto a minuto hacia el fondo del Tajo.
Como una pieza de alka-seltzer.
Submarinistas circunspectos reparan por la noche los estropicios de las mareas.
Los submarinistas se jubilarán.
Morirán rodeados de sus nietos
(submarinistas también)
que heredarán el trabajo de los abuelos.
Al final morirán y heredarán el empleo
y morirán y heredarán el empleo
y morirán y heredarán el empleo
Y mientras tanto la Torre de Belén continuará ahuyentando a los barcos que jamás
(para eso existe y se desmorona)
habrán de llegar a Lisboa