martes, 20 de diciembre de 2011

Cuando el futbol sonríe



El domingo pasado el delantero sueco del Almería Henok Goitom anotó un gol bellísimo. Uno de esos goles imposibles con los que sueña todo aquel que ha pateado un balón.

A Goitom le bastaron unas milésimas de segundo para inventarse un prodigio. Con unos cuantos movimientos fue capaz de crear un instante fugaz y eterno al mismo tiempo. Por actos semejantes, hace miles de años, nació el germen de la literatura: alguien fue a conquistar tierras y se encontró con un guerrero de la estirpe de Goitom y a su regreso habló de gigantes poderosos e invencibles; de hombres que volaban y tenían poder sobre los objetos.

Ayer, apenas, en un texto de Juan Cruz encontré una exacta definición del futbol del Barcelona: “Juegan como si estuvieran soñando”. Pues eso: Henok Goitom soñó que anotaba un golazo y por fortuna muchos almerienses participábamos de aquel sueño.

Que nadie venga a despertarnos.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Una guerra contra ti mismo.

A continuación un texto sobre la hipocondría. Incluído en "Geografía de lugares imposibles", novela de próxima aparición.


La hipocondría es un estado de guerra contra ti mismo. La mía es una hipocondría que rebasa cuestiones de salud y se instala sobre los asuntos más variados. Estoy convencido de que todo acabará resultando de la peor manera: el avión se estrellará, la varita de incienso saldrá defectuosa, sobre la computadora caerá el virus más letal de la historia.
Así es ahora, a mis veintitantos años, y así ha sido desde que tengo memoria: la muerte, el fracaso, la enfermedad han acompañado todos mis proyectos. Salvada una desgracia aparece otra aún más grande. Como les sucede a esos caminantes que al conquistar, la que creen que es la última loma de su recorrido, se encuentran en la cima con una nueva serie de elevaciones.
Seguro que después de resuelto el asunto del cáncer de mi padre un nuevo temor a largo plazo de instaló sobre mí. Han pasado muchos años y no puedo recordar qué fue lo que llenó de sombras mis madrugadas. Quizá la inminencia de una tragedia global o la posibilidad de que una enfermedad, más dolorosa y oscura que un cáncer, cayera sobre mí.
Y al final del día no importa que haya logrado sortear las desgracias porque mi hipocondría es tan hija de puta que cuando todo marcha bien disfruta al recordarme que esos peligros salvados no dejan de ser afluentes de la muerte, un río voraz e irrevocable. Así que no importa que yo y los míos nos libremos de diez mil cánceres; no importa ni el sonido ni el silencio; no importa que llegara a dominar el poder de concentrarme tanto que en lugar de regresar el tiempo unos segundos pudiera volver hasta el vientre de mi madre y esperar allí nueve y otros nueve y otros nueve meses en la paz de la humedad.
Al final tendría que salir y la muerte estaría allí, acechando con su garra de gato atigrado o cachorro de tigre, esperando por mí.