viernes, 30 de marzo de 2012

De nuevo Axolotl

Lo he contado mil veces, pero nadie me lo cree, la anécdota del cuento “Axolotl”* de Julio Cortázar, esta basada en un hecho real: por casualidad un hombre visita un acuario y se queda contemplando los ajolotes expuestos en una pecera. De este primer encuentro surge una extraña fijación que concluirá cuando el personaje, subyugado por una misteriosa fuerza, acabe convertido en un ajolote más.
Evidentemente que no fue Julio Cortázar el que quedó preso en un húmedo estanque del Jardin des Plantes de París; la historia del hombre anfibio es originaria de Barcelona. La fecha: agosto de 1953.
Incluso en “La estatua del jardín botánico”, canción de Radio Futura, se presenta otra versión de la triste historia de Sergi López-Font, en ella se menciona que el personaje, “extraviado entre el lenguaje de las plantas y el recorrido de los peces en el agua”, es incapaz de tomar una (oculta) determinación. También aparecen un enigma, un eclipse y al final Sergi queda convertido en una estatua. Pero dejémonos de interpretaciones artísticas y conozcamos la realidad como fue, gracias al relato de un testigo que vivió muy de cerca los acontecimientos:

“Sergi era un perdedor más. Estaba enfermo, cansado y nada parecía importarle. Llevaba ya varios días sumido en una profunda depresión. Aquella tarde de agosto, tal vez el día 17 o 18, llegó como siempre al acuario. Al pasar frente a una fuente infestada de toda clase de bichos sintió el deseo de volarse la cabeza; así que de una bolsa de la gabardina sacó una pistola, se arrodilló frente a su reflejo y en el momento en que estaba a punto de jalar el gatillo, una pareja de ajolotes decidió aparearse justo frente a él. El espectáculo fue grandioso y a López-Font no le quedó más opción que contemplar aquella breve demostración de lujuria. Estaba inmóvil y vivo, a merced de sus pequeños salvadores. Después de un rato tiró la pistola al estanque, pero el daño estaba hecho: una bala invisible, con forma de ajolote, le había atravesado la razón. Luego llegamos nosotros y lo condujimos a la comisaría. A los pocos días recobró su libertad, para ir a perderla de nuevo al jardín botánico, pasó algunos meses enlodado entre los ajolotes y una madrugada de enero apareció verde, desnudo y sin vida en el fondo del estanque”.

Todo esto lo sé muy bien porque mi abuelo era el guardián que “sonreía perplejo” en el cuento de Cortázar. Me contó esta misma historia, un domingo sí, y un domingo no, durante los primeros años de mi vida, los años que pase junto a él.





*En el siguiente link se puede leer el cuento de Cortázar:

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/axolotl.htm

lunes, 26 de marzo de 2012

Antonio Vega y una anónima chica de ayer

Ayer crucé algunos tuits con @balapodrida comentando lo tristes que eran las canciones de Antonio Vega y de allí pasé al recuerdo de su muerte en la primavera del 2009. Hace ya casi tres años.
Nunca olvidaré que fue en primavera porque en los comentarios que hacían los lectores de El País, en la nota que anunciaba la muerte de Antonio, me encontré un texto que llevaba implícita la presencia de una primavera madura. De días que se hacían cada vez más largos.
Copié el comentario pero no el nombre de la autora.
Tengo la esperanza de encontrarla un día para agradecerle la belleza de su texto:

“Volabas ya hacia el infinito mientras yo, ignorante de todo, disfrutaba del mar de Cádiz al que vine arrastrando penas. A estas horas no me queda más que dedicarte mis lágrimas y esta puesta de sol que muchas veces adorné con tus canciones. Gracias por lo que me diste y lo que me dejas. Fui y soy una de esas chicas de ayer a las que dejas tremendamente solas. La adolescencia feliz hoy está más lejos que nunca...”

Lo dicho: todo lo que Antonio tocó alguna vez lo tiñó de melancolía.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Las mesitas de Olavide

Fragmento de "Yellowstone", texto que aún no se sabe si será tweet, cuento o novela. Falta saber lo que opina el salmón.


Para Lucía, en Chamberí.


Un día de marzo, martes quizá, el encargado de uno de los bares de la Plaza Olavide notará que hay frío pero también hay sol, que hoy no lloverá, que probablemente no vaya a llover en toda la semana. Ya veremos si el sábado o el domingo, pero hoy no llueve, eso es seguro.
¿Montamos la terraza?, le preguntará a Manuel, el mesero, quien no contestará con palabras sino con un gesto que quiere decir Qué más da, si llueve la quitamos.
Y entonces las cuatro mesitas que conforman la terraza del bar estarán colocadas sobre la plaza. Sin sombrillas porque tampoco es cosa de exagerar. Y antes del medio día dos de las mesas ya habrán sido ocupadas por parroquianos que ya van necesitando que el sol les caliente un poco la espalda.
Un hombre y una mujer. Él, un ingeniero que ha pedido un expreso doble y que escribe unas cuentas sobre los márgenes de una página del periódico. Ella, una madre que empuja una carreola vacía. Puede que acabe de dejar a su hija en la escuela, puede, también, que la hija no exista.
-¿Qué le sirvo?
-Un café con leche.
Y cuando el mesero regresa la mujer le pide que se lleve el café, que se lo cobre si es necesario, que no hay problema y que mejor le traiga un gin tonic.
Ni el ingeniero ni la mujer del carrito sabrán jamás que apenas ayer esas mesas estaban guardadas en una bodega ni que son los primeros clientes de la temporada de terrazas. Javier Tort sí que lo sabría porque gracias a mi recurrente inquietud se mantenía al pendiente de la aparición de las mesitas.
Nunca fue él quién aviso, sin embargo nunca pasaron más de dos minutos entre mi pregunta y su respuesta. Dos minutos en los que sería imposible bajar de su piso en Santa Feliciana hasta la plaza, descubrir, si era marzo la primera de las mesitas, si era noviembre una ausencia, y regresar para informarme sobre su investigación, para decirme que en efecto, las cosas habían cambiado, y confirmarme con esa noticia que había llegado la hora de comenzar a moldearme una aguda melancolía.

martes, 20 de marzo de 2012

Botella al mar desde Insurgentes


Un temblor de 7.9 grados en la escala de Richter que borraría del mapa una nación del centro de Asia, o que provocaría una ola que arrasaría con cientos de poblados en la costa de Japón, para nosotros, los mexicanos, no pasa de ser un susto que en cinco minutos se transforma en chiste.
Se me ponchó una llanta me dijo el taxista y yo no entendí muy bien lo que me decía porque estaba distraído mirando el kiosco morisco de Santa María la Ribera. Me voy a orillar, anunció y al virar un poco el vehículo los dos comprendimos que no era la llanta sino un temblor.
Para nosotros es un temblor, para el mundo un terremoto.
Cuando el movimiento terminó el taxi continuó su marcha por las calles de la colonia. El conductor y yo nos distraíamos mirando montoncitos de personas afuera de los edificios. Al avanzar por Dr. Atl un auto nos sorprendió en sentido contrario y aquello me pareció una mala señal. Me recordó cuando en 1985 el eje central, por ejemplo, se convirtió en una avenida de ida y vuelta o como en Tlalpan sólo se podía circular por uno de los dos sentidos (supongo que por el que va de norte a sur porque el otro, el que corre hacia el centro de la ciudad estaría bloqueado por los derrumbes a la altura de San Antonio Abad).
No me gustó para nada ver ese auto circulando en contra de nosotros. Tampoco me gustó ni el sonido de las sirenas de ambulancia (muchas sirenas, de verdad) ni una motocicleta de la policía desplazándose a toda velocidad por el carril del metrobús.
Bajé del taxi e intenté llamar a Ana pero el teléfono estaba muerto. Saqué el Ipod, botella al mar, sin ninguna esperanza de encontrar una red disponible y nada más dar dos pasos sobre la calle en la pantalla del aparato aparecieron las tres onditas de la conexión. Entré a Twitter y lancé al mundo un absurdo “Estoy bien”. Como si me encontrara en una isla desierta, como si mi nave hubiera caído en un planeta desconocido.
“Estoy bien” leí en mi TL y sentí un alivio: los aviones de reconocimiento no tardarían en llegar por mí. Levanté la vista y descubrí que me encontraba en Insurgentes y Puente de Alvarado. Aquello no era el fin del mundo.
En mi TL comenzaron a aparecer tweets tranquilizadores que anunciaban que “ellos”, muchos a quienes yo no conocía, se encontraban a salvo. No había derrumbes, no había muertos y por esta vez la habíamos librado. También llegaron hasta mi isla botellas al mar que acusaban haber recibido mi absurdo “Estoy bien”: @aykrmela desde Barcelona, @ivalhuna desde Uruguay, @nooee_21 desde Almería y @ladyprovolone desde Guadalajara se alegraban de mi estado.
En el otro lado del mundo ya estaban enterados de que un terremoto había sacudido a la Ciudad de México y que yo, que no soy más que un avatar con un grafitti de Pessoa de fondo, estaba bien.
A pesar del mal augurio del auto a contramano al final no pasó gran cosa, por lo menos no la gran cosa que sobreviene después de un terremoto de 7.9 grados. Llegué a la casa y Ana me abrazó y el perro se mostró más contento que de costumbre y en la Ciudad de México supimos que hoy no fue y que ojala nunca sea.

miércoles, 14 de marzo de 2012

París era un síndrome

En “Nada que temer”, un ensayo sobre la muerte, Julian Barnes escribe acerca del síndrome de Stendhal, una dolencia que produce en quienes la padecen nauseas, vértigo, desmayos e incluso, en casos complicados, alucinaciones.
Stendhal describió su experiencia en el libro “Roma, Nápoles y Florencia” aparecido en 1817, pero no fue hasta 1979 cuando la psiquiatra italiana Graziella Magherini se ocupó de una enfermedad de la que se tenían más de cien casos registrados.
También se le conoce como síndrome de Florencia, y según las autoridades de aquella ciudad hay más riesgo de sufrirlo frente a los frescos de Giotto expuestos en la capilla Niccolini de Santa Cruz, al contemplar al “David” de Miguel Ángel y dentro de los Uffizi.
No le creí a Barnes, y al buscar información sobre aquella enfermedad descubrí otras ramificaciones de ese río de dolencias extrañas. También hay un síndrome de París que ataca a japoneses que llegan buscando una ciudad llena de Amelies y se encuentran con una realidad plagada de groseros Depardieus con prisa y mal humor. La embajada japonesa tiene abierta una línea telefónica de 24 horas para que los ciudadanos contagiados por el mal reciban ayuda psicológica.
Sin embargo la dolencia más pintoresca que encontré es el llamado síndrome de Jerusalén. Esta enfermedad ataca a turista y habitantes de la ciudad por igual, y se caracteriza por convertir al afectado en un personaje de la Biblia. Los judíos imitan a figuras del Antiguo Testamento mientras que los católicos encuentran sus modelos en el Nuevo Testamento. No se dan muchos casos entre musulmanes.
Soy hipocondríaco y siempre acabo por experimentar los síntomas de las enfermedades que pasan a mi lado. Ahora, por ejemplo, comienzo a sentir en mí la presencia de otro. Creo que el impertinente borrachín que exigió a Cristo transformar el agua en vino se está apoderando de mi alma. En el fondo no me parece un mal plan.

domingo, 11 de marzo de 2012

Trescientos metros más allá del Guernica de Picasso


Según mis cálculos debe de haber unos trescientos metros de distancia entre el Guernica de Picasso, expuesto en el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, y el punto de la Estación de Atocha en donde explotó la primera de las bombas de los atentados terroristas del 11 de marzo.
Trescientos cincuenta metros a lo mucho.
Un estruendo como el de esta primera bomba asesina, puede escucharse más allá de un kilómetro, por lo que si los personajes que habitan el cuadro de Picasso pueden oír, es seguro que entonces habrán percibido el estallido.
Lo habrán escuchado ya dos veces, la primera en 1937 y ahora de nuevo en el 2004.
Trescientos cincuenta metros y sesenta y siete años de distancia, y sin embargo, el caballo que se encuentra al centro de la pintura sigue lanzando relinchos de dolor, y un hombre, desde el suelo, se sigue preguntando el porqué de aquel bombardeo, el porqué de todos los estúpidos bombardeos de la historia.
Tome usted la fotografía de Pablo Torres Guerrero aparecida en la portada de El País en la edición del 12 de marzo, colóquela junto a una reproducción del Guernica y comience la comparación: verá, casi en la idéntica posición del cuadro, es decir en el extremo izquierdo, a una persona que entre los brazos sostiene un cuerpo inerte; también será testigo de los muertos que yacen en el suelo, y de que en el lado derecho de ambas representaciones el cadáver de un hombre fue sorprendido en plena rutina de dormir o de ir a la escuela (lo primero en el cuadro, lo segundo en la foto) por el fuego que unos cobardes lanzaron contra su inocencia.
No voy (ni quiero) entrar aquí en el color de las bombas. La violencia es siempre una y es lamentable.
Lo cierto es que los atentados del 11 de marzo en Madrid; o los que se vienen cometiendo en Bagdad desde hace más de un año por soldados estadounidenses fueron matanzas profetizadas por millones de personas que salieron a las calles a decir NO A LA GUERRA, pero hubo quien no quiso hacer caso a la amenaza.
Como tampoco han querido hacer caso de los atentados que se acercan y que habrán de cobrar más víctimas inocentes como la del joven madrileño que no despertará de la cabeceada en el tren; como la del calvo habitante de Guernica que porta una inútil espada rota; como la de tantos iraquíes cuyas historias no habremos de conocer jamás.
Los fanáticos siguen sembrando el odio en nombre de la verdad absoluta y Sharon asesina a los líderes de Hamas y a quién se cruce por allí; y un misil acaba con una boda en Afganistán y Bush y su corte de iluminados pasan tranquilos el fin de semana en una casa de campo; mientras un caballo y un toro en blanco y negro quisieran abandonar una pintura que se exhibe en el segundo piso de un hermoso museo de Madrid para no escuchar nunca más el estruendo de las bombas por llegar.