viernes, 7 de junio de 2013

Mañana será un gran día






Amigos almerienses:

Mañana será un gran día. Seguro.
            Durante toda la semana les habrá sucedido igual que a mí: estaban inmersos en sus cosas del día a día y de pronto les llegaba el recuerdo del partido. Un flashazo. Casi un suspiro de la imaginación que les provocaba un ligero temblor y una sonrisa. Después regresaban a lo que estaban haciendo, pero algo había cambiado.
            Una de las gracias del futbol es la de provocar sentimientos inexplicables, lazos irrompibles, complicidades misteriosas.   
            Pienso en Manuel y en Eugenio y en Jesús y en María… y aquí me detengo porque podría seguir enumerando nombres de personas maravillosas por un buen rato. Pienso, pues, en todos ustedes y se me pone la piel chinita al imaginar lo que ahora sentirán.
            Mañana nuestro corazón estará en Villarreal.
           No importa que veamos el partido en un bar cercano a la Puerta Purchena o en una cabañita en el Ajusco: mañana nuestro corazón estará en Villarreal.
            Y al final del partido podremos abrazarnos a la distancia o a la cercanía. No importa cómo, pero nos abrazaremos porque habrá sido una gran jornada para nuestro Almería.
Eso es seguro.

martes, 28 de mayo de 2013

Hoy es un mundo raro


Una breve crónica de lo que viví durante la final América - Cruz Azul


JUEVES

Hoy es un mundo raro.
            Se empieza a jugar la primera final en la que participa el América después de la muerte de mi padre.
            Hoy es un mundo raro porque pase lo que pase, al final de los noventa minutos me va a faltar algo. Dice Nick Hornby que presenciar un gol de último minuto que le dé el campeonato a tu equipo es algo que, si tienes suerte, vivirás una vez en la vida. Yo lo viví. Nosotros lo vivimos. Fue el 26 de mayo de 2002, el gol –en aquel caso de oro- lo anotó el Misionero Castillo y significó el campeonato.
            Los reunidos en la casa, cinco o seis americanistas, nos abrazamos en una piña eufórica en mitad de la sala. Un segundo antes de aquel cabezazo llevábamos trece años sin celebrar un campeonato; cuando el balón tocó la red ya éramos campeones.
El “aún no” contra el “ya está” del que habla Javier Marías en El tiempo indeciso, su cuento sobre goles y tristes novias balcánicas.
            La final no dura 180 minutos. Dura 4 días. Del jueves al domingo imaginando combinaciones, resultados, jugadas. Pero cuando por fin llegue ese “ya está” definitivo no sabré qué hacer. Y no pienso en la derrota porque “ese nunca fue” no entra en la ecuación que ahora me ocupa.
            Llegará el domingo, el árbitro silbará el final o alguien anotará un penal, el América será campeón y no tendré con quién abrazarme. Supongo que sentiré un poco de rabia porque mi padre ya no verá ese campeonato, no será suyo, no tendrá noticia de él.
            ¿Somos campeones después de muertos o tan sólo sombras que se arrastran por Comala?


A esta misma hora mi padre estaría llegando a mi casa. El perro enloquecería de gusto y entre los empellones del animal yo le ofrecería un trago: Presidente con coca, con suerte Terry. Abriríamos un jamón, picaríamos unas aceitunas y después surgiría un silencio incómodo. Las gotas que, mientras escribo estas líneas, caen sobre el techo –siempre la lluvia- nos echarían la mano.
            -Al América le viene mejor la cancha mojada –afirmaría mi padre convencido, y entonces el diálogo comenzaría, poco a poco, a levantar el vuelo.


Hoy es un mundo raro. Tan raro como puede serlo un mundo –un día- que quedará enlatado para siempre. Algunos de nosotros sabremos, en veinte años, qué estábamos haciendo hoy; qué Terrys hijos de puta no alcanzamos a tomarnos; cómo afectó la lluvia el desarrollo del partido; qué pasó en ese futuro que muy rápido se trasformó en después…
            Mejor abrir un jamón, picar una aceituna. Servirme un gin, con suerte Tanqueray.
            Con suerte.


SÁBADO

No hubo suerte. Por lo menos en los primeros noventa minutos de ese anómalo partido de cuatro tiempos. Un descuido en un tiro de esquina se transformó en un gol que no ha dejado de rondar por mi cabeza desde el jueves. A veces me parece una nadería muy fácil de remontar, a veces me parece una cuesta imposible.
            Ayer soñé con un partido en el que el Cruz Azul nos ganaba 4-1. Al final resultó una pesadilla de signo positivo porque por la mañana me sentía muy optimista pensando que si ellos nos habían metido cuatro goles en sueños nosotros, fácilmente, podíamos endilgarles otros cuatro en la realidad.
            Un gol, horrible y sin gracia, que me tortura como la gota del grifo al insomne. Tac, tac, tac, tac… paso de la negación a la duda, de la duda al desánimo y del desánimo al optimismo en ciclos de aproximadamente tres horas de duración.


Hoy ganaron los dos Almerías: nosotros 4-1 al Almagro, en el Ajusco, y los andaluces 3-0 al Alcorcón y de visita.
El Almería de allá se perfila como serio aspirante al ascenso a la Primera División de España –me parece que logrará con cierta facilidad el objetivo-, mientras que nosotros empezamos a levantar. Para hacer más grande la felicidad anoté un gol. Un penal bien cobrado: fuerte, raso, a la derecha del portero.  
No sé cómo interpretar tanta buena suerte. Miedo me da.


DOMINGO AL MEDIODÍA

Hoy es un mundo menos raro que el jueves. Vendrán dos amigos a casa a ver el partido: un cruzazulino y un neutral. Al final, insisto, no sabré qué hacer. No importa cuál sea resultado no sabré que hacer.
Derramar unas cuantas lagrimillas puede ser un buen plan.
Que sean de felicidad (y un poquito de rabia).



CUALQUIER DÍA EN HORA IMPRECISA

Hubo suerte y mucha: América consiguió el campeonato al ganar un partido escrito por un guionista loco, borracho y, lo sospecho, con poco camino recorrido en gestas futboleras.
            Al minuto 13 el América se quedó con 10 jugadores después de la expulsión de Molina por evitar una oportunidad manifiesta de gol. Expulsión injusta ya que Teofilo Gutiérrez, el ofendido, aún se encontraba a 30 metros del arco americanista y con varios defensas en clara posibilidad de frenarle el paso.
            Al minuto 19 Cruz Azul se fue al frente 0-2 en el global  convirtiendo la cuesta iniciada el jueves en un Everest con invierno crudo.
            De allí en adelante el partido cayó en un marasmo narrativo quebrado, solamente, por una grandísima oportunidad de conquistar el tercer gol por parte del binomio Teofilo-Jiménez. Al final el balón pegó dos veces en el mismo poste y yo empecé a creer en milagros.   
            Al minuto 89 Aquivaldo Mosquera puso las cosas 1-2 y le regaló al americanismo tres minutos de esperanza.
            Y entonces llegó el 92:22 y el 92:23 y el 92:24 y justo aquí un centro desesperado que remató, tendiéndose en el aire, Moisés Muñoz, el arquero del América que había recorrido el campo en busca de lo imposible. Gol de portero y tiempos extras en medio de un diluvio.
            Por eso me atreví a sugerir que el guionista de esta historia no era muy avezado en materia futbolística, más bien imagino que se crió en Hollywood, a la sombra de Superbowls de infarto y de Brads Pits que ganan la Serie Mundial en la novena entrada, en cuenta llena y con dos outs. Por que acá, en el futbol, ni los balones suelen rebotar en el poste de manera infinita ni los porteros anotan goles tirándose en plancha. Pero la noche del 26 de mayo del 2013 así sucedieron las cosas. Bendito guionista gringo de la Paramount.
            Durante los tiempos extras parecía que el América jugaba con 13 jugadores y el Cruz Azul con 8. Si no cayó el gol fue por las intervenciones de Jesús Corona, su portero.
            Y entonces llegó la serie de penales: Moisés Muñoz detuvo el primero y Miguel Layún –el jugador que ha soportado la campaña en redes sociales más agresiva de la historia del futbol mexicano- anotó el último. Justicia poética de un guionista que seguía haciendo de las suyas.
            Dice Nick Hornby… bueno ya saben lo que dice el inglés, su cita encabeza estas líneas. Llegó el final y yo, al contrario de lo imaginado, ante aquel nuevo gol que le dio el campeonato a mi equipo en el último instante, sí que supe que hacer: salí a la calle para que me mojara la misma lluvia que caía sobre el Estadio Azteca. Fuera de mí corrí por las calles con la mirada puesta en el cielo, mirando hacia arriba, hacia una luna que no existía, hacia la negrura y la humedad.
Gotitas iluminadas por la luz de los faroles.
Corrí gritando, recordando a mi padre y entonces sin rabia, creo, lo abracé.
           
Seguía siendo hoy, un mundo raro.



jueves, 11 de abril de 2013

La Torre de los Homenajes




 
Descubro que un hombre se lanzó al vacío desde la Torre de los Homenajes y la historia me parece bella.
            No me importan ni los padres ni la novia del suicida. Lo que me importa es su figura de brazos abiertos recortada contra el cielo celeste, siempre celeste, de Montevideo.
            Pienso en Onetti y en mi padre, y supongo entonces que no hay mejor destino para un uruguayo que subir hasta lo más alto y dar un paso al frente. Hacia el vacío.

                                                                                                                                         

miércoles, 3 de abril de 2013

Diego y la piedra


El sábado pasado después de jugar con mi Almería me refugié, junto con algunos compañeros del equipo, en la cabañita en la que solemos ahogar las penas o festejar los triunfos. Desde allí se pueden observar los partidos que completan la jornada, y más allá, parte de la belleza del Ajusco.
Nos acomodamos en la misma terraza de siempre, destapamos algunas cervezas y después procedimos a realizar la autopsia del partido, una nueva derrota, por cierto.
Terminada la sesión de culpas y promesas intenté perderme en la contemplación del paisaje, pero en lugar de futbol o montaña, mi mirada no dejaba de pasar, de manera alternativa, de una pequeña roca al parabrisas de un auto cercano.
Roca, parabrisas
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Todos los elementos para organizar un desbarajuste me quedaban convenientemente a mano. Lo extraño era que había estado mil veces en aquella terraza rebosante de piedras volcánicas, con parabrisas a tiro, y jamás había sentido tal necesidad de destrucción.   
Un largo rato estuve luchando conmigo mismo para no cometer una tontería, incluso llegué a sopesar la piedra entre mis manos y hasta esbocé la explicación que le daría al dueño del vidrio roto. En caso de lanzar la piedra no escondería la mano y asumiría el costo de la reparación. Y todo por culpa de una fuerza que era superior a mí.
Destapé una nueva cerveza como quien arroja una moneda al aire: con el último trago decidiría si por fin cometía el crimen o ganaba la prudencia. Juro que durante esos minutos la roca no dejaba de mirarme con ojos de invitación. “Lánzame contra el parabrisas”, me ordenaba, “la recompensa será fabulosa”.
Supongo, por fortuna, que la Victoria tiende a apaciguar los ánimos, el caso es que poco a poco el deseo de estrellar el vidrio fue desapareciendo. La tentación estaba casi apagada cuando se acercó Diego, nuestro defensa central, y con un tono entre la excitación y la alarma me hizo una confesión:
–A veces me entran unas incontrolables ganas de cometer locuras.
Nada dije, pero le di un trago a la cerveza, acto que en sí mismo es una respuesta.  
–Llevo un rato queriendo lanzar el tronco contra el parabrisas –continuó Diego con sus palabras mientras me señalaba hacia un enorme trozo de madera, también a mano, y hacia el mismo automóvil contra el que yo había pensado atentar.
Ya no hubo un nuevo trago de cerveza, se había acabado, pero sí un escalofrío de la misma familia de los producidos por el cercano paso de un fantasma. Cuando me recuperé de la sorpresa le confesé a Diego lo que a mí me acababa de suceder. No pudimos darle una explicación lógica a nuestros impulsos destructores. Insisto: cada semana los jugadores del Almería nos reunimos en ese mismo lugar, frente a muchos autos y con proyectiles a mano y jamás –por lo menos nadie lo ha confesado– nos había pasado por la cabeza destruir vidrios ajenos.
Entonces brindamos por la coincidencia, y aquella cuarta cerveza nos llevó a la conclusión de que lo nuestro no era tan grave si lo comparábamos con el hecho de que alguien, alguna vez, en una playa deslumbrante, mató a un árabe sin venir tampoco a cuento.

lunes, 1 de abril de 2013

El Síndrome de Spielberg y otras dolencias




Una nueva entrega de este blog que nace a partir de un tuit. En este caso de @pavidonavido Luis Téllez, poeta y especialista en literatura infantil.




Antes de continuar quisiera hacer una distinción entre literatura e industria editorial. Son dos conceptos diferentes que se complementan y sobreviven en perfecta simbiosis: no puede existir uno sin el otro.
La literatura la ejercen los escritores y en cierta forma los editores, mientras que la industria editorial es todo aquello que se maneja entre despachos, contratos y términos escabrosos como el precio de venta al público o el representante legal.
          Una vez separados los conceptos puedo responderle a Luis con una reflexión: creo que lo que tendríamos que aprenderle a la industria editorial argentina (y en general a muchas otras industrias como la española, la alemana, la ecuatoriana o la brasileña) es su vocación viajera, su búsqueda por hacer llegar al mayor número de lectores el trabajo de sus escritores.
          Mientras que las industrias que acabo de mencionar son exportadoras, e incluso buscan la traducción de los libros que generan, la mexicana tiende más a la importación.
        Basta darse una vuelta por las librerías especializadas en literatura infantil de la Ciudad de México para encontrar títulos de autores de medio mundo, mientras que es prácticamente imposible hallar un ejemplar de literatura infantil mexicana en una librería de Madrid, por ejemplo.
         SM, Alfaguara y Norma, sellos que publican buena parte la literatura infantil mexicana, son filiales de grupos editoriales extranjeros: las dos primeras son de capital español, mientras que Norma tiene su sede en Colombia. El catálogo de venta de estos sellos en México está integrado tanto por escritores nacionales como extranjeros. Sin embargo son contados los libros mexicanos que, en contraparte, integran el catálogo internacional de aquellas editoriales.
         Un ejemplo puntual de esto último son, por ejemplo, los libros que ganan el Premio Barco de Vapor en su versión mexicana. A pesar de contar con el aval que otorga un premio tan importante son ignorados por las filiales de SM en América Latina y España.
         Sucede entonces que escritores, ilustradores y editores están creando libros mexicanos de calidad que, sin embargo, muy pocos conocen fuera de aquí porque la industria editorial mexicana, esa que se maneja en los despachos mantiene los contratos encerrados en un cajón.

I El Síndrome de Spielberg

Cuando un escritor firma un contrato de edición en México se encuentra con una interminable cascada de páginas y páginas llenas de cláusulas complicadísimas que incluyen apartados sobre traducciones, libros electrónicos, soportes tecnológicos que aún no se han inventado, derechos de imagen, película, serie de televisión, parque de diversiones, qué hacer en caso de que a Spielberg le guste tu novela o cómo gestionar la traducción al marciano moderno. En pocas palabras toda futura y posible negociación queda pertinentemente pactada.
      Por desgracia todo queda en el papel ya que en realidad la editorial no hará el más mínimo esfuerzo para que el libro alcance horizontes más amplios.
          Una vez le pregunté al subdirector de una editorial cuál era el mecanismo de su empresa para intentar traducciones o ventas de derechos de los libros mexicanos en la Feria de Bolonia. Al principio me miró como si le hubiera cuestionado por el sentido de la vida, y cuando por fin comprendió la pregunta me respondió con suficiencia: "nosotros no llevamos sus libros a Bolonia". Sorprendido le pregunté la razón por la que nos hacían firmar contratos tan complicados. Entonces aquel hombre me volvió a lanzar una de sus miraditas, y después me dio una enigmática respuesta: "Para protegernos".

II El hombre de los fierros viejos.

Hace años, cuando comenzaba a escribir, una vez que terminaba un texto procedía a esconderlo en un cajón. No hacía nada por publicarlo. Mi madre, pendiente de aquel extraño gesto, me invitaba a llevarlos a una editorial. Su lógica era aplastante y se sustentaba en el hecho de que era muy difícil que por la calle pasara un hombre gritando con la misma voz que el comprador de fierros viejos: ¡Se publican novelas de jóvenes escritores!
       Tenía razón, no abundan los editores de novelas que van puerta por puerta en la búsqueda del nuevo Harry Potter. Mi madre, eterna ama de casa, sabía, sin embargo, algo que el subdirector de una editorial transnacional ignoraba (o fingía ignorar): el que no enseña no vende.           
      Volvamos al tuit que originó estas reflexiones. Luis Téllez se refiere a los logros de Isol, ganadora del premio Astrid Lindgren 2013, y de María Teresa Andruetto, ganadora del Hans Christian Andersen 2012. Premios muy merecidos, sin duda, y otorgados a obras visibles, no a fantasmas escondidos bajo el peso de catorce mil claúsulas. 

III

Los problemas y retos de la literatura infantil mexicana y su inminente diálogo con el mundo dan para horas y horas de apasionante discusión. El propósito de esta entrada fue únicamente el de tratar de formular una idea más extensa de la que permiten los 140 caracteres del twitter. 
            Es cierto, en México hay mucho que aprender a los argentinos, a los chinos, a los italianos, pero también hay una literatura infantil vital y poderosa que tiene muchas cosas por contarle al mundo.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El Síndrome García-García o la imposibilidad de utilizar el teléfono


 


Descubro en mi Time Line el siguiente tuit del escritor Jaime Mesa (@jmesa77):

“Me perturba recibir llamadas telefónicas y más, creo, hacerlas. Ya tengo una de esas fobias raras del siglo XXI?”

Y allí reconozco una de mis manías más representativas: el malestar que me inspira el teléfono.
            Yo tampoco sé qué odio más: si llamar o ser llamado. El caso es que todo lo que tenga que ver con el teléfono me parece repulsivo. Incluso el marcarlo.
            Una de las escenas que más recuerdo de los Sopranos es una en la que Tony descarga su furia contra un trabajador del Bada Bing que no sabe utilizar el aparato. Yo habría corrido la misma suerte que el triste Georgie. 


             

En una novela (inédita como casi todos mis textos para adultos) aventuro un probable origen para ese mal, que he bautizado como el Síndrome García-García. Me remonto a mis ancestros asturianos y su afición por la cría de las palomas mensajeras y sitúo allí el arranque de la fobia.
            El mal del vendedor, como también se le conoce a la dolencia, no es en sí una aversión contra el teléfono, más bien es un odio hacia la emisión y recepción de mensajes: una paloma imaginaria erró una entrega en el Gijón del siglo XIX, las consecuencias fueron nefasta para un tal García-García, y allí nació un desorden psicológico que se propagó hasta nuestros días.
            El que se crea inmune al síndrome, que lance la primera llamada. Muchos dejaremos el teléfono sin contestar.


*Sirva esta entrada para justificar futuros desencuentros telefónicos.
  

martes, 12 de marzo de 2013

Yellowstone o la historia de una mesa o el mensaje del salmón


Para Lucía en Chamberí

Fragmento de algo 

I

Hace años vi por televisión un documental que mostraba el paso de las estaciones en el parque Yellowstone. Empezaba, supongo, en la primavera y presentaba los cambios que iba experimentando el bosque a lo largo del año. Un año resumido en cincuenta y tantos minutos. Las cuatro estaciones con sus flores, sus días cada vez más largos y cada vez más cortos, sus riachuelos y el hibernar de los osos durante los meses fríos. No se porqué aquel documental me trastornó tanto. Lo recuerdo con la emoción con que se evocan las obras que nos cambian la vida. Si me hicieran la acostumbrada preguntita del equipaje que me llevaría a la isla desierta es seguro que pediría que el documental del parque me acompañara en la aventura. Tal vez lo que se quiera contar sea la historia de un año en Yellowstone, narrada desde los ojos de un salmón que a contracorriente recorre el río Snake. 

II

La última imagen la tengo clara. Sucedió (o sucederá) un tres de noviembre bajo una llovizna melancólica. Me gustaría escribir que en realidad no llovió, que aquel fue un tres de noviembre inusual en el que un eclipse equivocado iluminó la noche de Madrid y que por lo tanto no hubo necesidad de encender el alumbrado público y que además por Recoletos podías caminar en mangas de camisa. Pero no, la lluvia era gris y fría, lugar común de todas las lluvias de todas las despedidas que se dan en Recoletos un tres de noviembre cerca de las once de la noche. La imagen la tengo clara: Javier Tort, calado con un sombrero negro, se pierde calle arriba. Hacia rumbos que desconozco porque yo no vivo en está ciudad y todo lo que queda más allá de mi vista es más territorio de ficción que una realidad concreta de edificios y líneas de metro. Javier Tort se pierde calle arriba, como un salmón sobre las aguas del río Snake, y yo no sé si algún día voy a verle de nuevo. Ese es el final de la historia. 



¿Continuará?