Descubro en mi Time Line el
siguiente tuit del escritor Jaime Mesa (@jmesa77):
“Me perturba recibir llamadas
telefónicas y más, creo, hacerlas. Ya tengo una de esas fobias raras del siglo
XXI?”
Y allí reconozco una de mis
manías más representativas: el malestar que me inspira el teléfono.
Yo tampoco sé qué odio más: si llamar o ser llamado. El caso
es que todo lo que tenga que ver con el teléfono me parece repulsivo. Incluso
el marcarlo.
Una de las escenas que más recuerdo de los Sopranos es
una en la que Tony descarga su furia contra un trabajador del Bada Bing que no
sabe utilizar el aparato. Yo habría corrido la misma suerte que el triste
Georgie.
En una novela (inédita como casi todos mis textos para
adultos) aventuro un probable origen para ese mal, que he bautizado como el Síndrome
García-García. Me remonto a mis ancestros asturianos y su afición por la cría
de las palomas mensajeras y sitúo allí el arranque de la fobia.
El mal del vendedor,
como también se le conoce a la dolencia, no es en sí una aversión contra el teléfono,
más bien es un odio hacia la emisión y recepción de mensajes: una paloma
imaginaria erró una entrega en el Gijón del siglo XIX, las consecuencias fueron
nefasta para un tal García-García, y allí nació un desorden psicológico que se
propagó hasta nuestros días.
El que se crea inmune al síndrome, que lance la primera
llamada. Muchos dejaremos el teléfono sin contestar.
*Sirva esta entrada para justificar futuros desencuentros telefónicos.