miércoles, 20 de marzo de 2013

El Síndrome García-García o la imposibilidad de utilizar el teléfono


 


Descubro en mi Time Line el siguiente tuit del escritor Jaime Mesa (@jmesa77):

“Me perturba recibir llamadas telefónicas y más, creo, hacerlas. Ya tengo una de esas fobias raras del siglo XXI?”

Y allí reconozco una de mis manías más representativas: el malestar que me inspira el teléfono.
            Yo tampoco sé qué odio más: si llamar o ser llamado. El caso es que todo lo que tenga que ver con el teléfono me parece repulsivo. Incluso el marcarlo.
            Una de las escenas que más recuerdo de los Sopranos es una en la que Tony descarga su furia contra un trabajador del Bada Bing que no sabe utilizar el aparato. Yo habría corrido la misma suerte que el triste Georgie. 


             

En una novela (inédita como casi todos mis textos para adultos) aventuro un probable origen para ese mal, que he bautizado como el Síndrome García-García. Me remonto a mis ancestros asturianos y su afición por la cría de las palomas mensajeras y sitúo allí el arranque de la fobia.
            El mal del vendedor, como también se le conoce a la dolencia, no es en sí una aversión contra el teléfono, más bien es un odio hacia la emisión y recepción de mensajes: una paloma imaginaria erró una entrega en el Gijón del siglo XIX, las consecuencias fueron nefasta para un tal García-García, y allí nació un desorden psicológico que se propagó hasta nuestros días.
            El que se crea inmune al síndrome, que lance la primera llamada. Muchos dejaremos el teléfono sin contestar.


*Sirva esta entrada para justificar futuros desencuentros telefónicos.
  

martes, 12 de marzo de 2013

Yellowstone o la historia de una mesa o el mensaje del salmón


Para Lucía en Chamberí

Fragmento de algo 

I

Hace años vi por televisión un documental que mostraba el paso de las estaciones en el parque Yellowstone. Empezaba, supongo, en la primavera y presentaba los cambios que iba experimentando el bosque a lo largo del año. Un año resumido en cincuenta y tantos minutos. Las cuatro estaciones con sus flores, sus días cada vez más largos y cada vez más cortos, sus riachuelos y el hibernar de los osos durante los meses fríos. No se porqué aquel documental me trastornó tanto. Lo recuerdo con la emoción con que se evocan las obras que nos cambian la vida. Si me hicieran la acostumbrada preguntita del equipaje que me llevaría a la isla desierta es seguro que pediría que el documental del parque me acompañara en la aventura. Tal vez lo que se quiera contar sea la historia de un año en Yellowstone, narrada desde los ojos de un salmón que a contracorriente recorre el río Snake. 

II

La última imagen la tengo clara. Sucedió (o sucederá) un tres de noviembre bajo una llovizna melancólica. Me gustaría escribir que en realidad no llovió, que aquel fue un tres de noviembre inusual en el que un eclipse equivocado iluminó la noche de Madrid y que por lo tanto no hubo necesidad de encender el alumbrado público y que además por Recoletos podías caminar en mangas de camisa. Pero no, la lluvia era gris y fría, lugar común de todas las lluvias de todas las despedidas que se dan en Recoletos un tres de noviembre cerca de las once de la noche. La imagen la tengo clara: Javier Tort, calado con un sombrero negro, se pierde calle arriba. Hacia rumbos que desconozco porque yo no vivo en está ciudad y todo lo que queda más allá de mi vista es más territorio de ficción que una realidad concreta de edificios y líneas de metro. Javier Tort se pierde calle arriba, como un salmón sobre las aguas del río Snake, y yo no sé si algún día voy a verle de nuevo. Ese es el final de la historia. 



¿Continuará?