jueves, 11 de abril de 2013

La Torre de los Homenajes




 
Descubro que un hombre se lanzó al vacío desde la Torre de los Homenajes y la historia me parece bella.
            No me importan ni los padres ni la novia del suicida. Lo que me importa es su figura de brazos abiertos recortada contra el cielo celeste, siempre celeste, de Montevideo.
            Pienso en Onetti y en mi padre, y supongo entonces que no hay mejor destino para un uruguayo que subir hasta lo más alto y dar un paso al frente. Hacia el vacío.

                                                                                                                                         

miércoles, 3 de abril de 2013

Diego y la piedra


El sábado pasado después de jugar con mi Almería me refugié, junto con algunos compañeros del equipo, en la cabañita en la que solemos ahogar las penas o festejar los triunfos. Desde allí se pueden observar los partidos que completan la jornada, y más allá, parte de la belleza del Ajusco.
Nos acomodamos en la misma terraza de siempre, destapamos algunas cervezas y después procedimos a realizar la autopsia del partido, una nueva derrota, por cierto.
Terminada la sesión de culpas y promesas intenté perderme en la contemplación del paisaje, pero en lugar de futbol o montaña, mi mirada no dejaba de pasar, de manera alternativa, de una pequeña roca al parabrisas de un auto cercano.
Roca, parabrisas
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Todos los elementos para organizar un desbarajuste me quedaban convenientemente a mano. Lo extraño era que había estado mil veces en aquella terraza rebosante de piedras volcánicas, con parabrisas a tiro, y jamás había sentido tal necesidad de destrucción.   
Un largo rato estuve luchando conmigo mismo para no cometer una tontería, incluso llegué a sopesar la piedra entre mis manos y hasta esbocé la explicación que le daría al dueño del vidrio roto. En caso de lanzar la piedra no escondería la mano y asumiría el costo de la reparación. Y todo por culpa de una fuerza que era superior a mí.
Destapé una nueva cerveza como quien arroja una moneda al aire: con el último trago decidiría si por fin cometía el crimen o ganaba la prudencia. Juro que durante esos minutos la roca no dejaba de mirarme con ojos de invitación. “Lánzame contra el parabrisas”, me ordenaba, “la recompensa será fabulosa”.
Supongo, por fortuna, que la Victoria tiende a apaciguar los ánimos, el caso es que poco a poco el deseo de estrellar el vidrio fue desapareciendo. La tentación estaba casi apagada cuando se acercó Diego, nuestro defensa central, y con un tono entre la excitación y la alarma me hizo una confesión:
–A veces me entran unas incontrolables ganas de cometer locuras.
Nada dije, pero le di un trago a la cerveza, acto que en sí mismo es una respuesta.  
–Llevo un rato queriendo lanzar el tronco contra el parabrisas –continuó Diego con sus palabras mientras me señalaba hacia un enorme trozo de madera, también a mano, y hacia el mismo automóvil contra el que yo había pensado atentar.
Ya no hubo un nuevo trago de cerveza, se había acabado, pero sí un escalofrío de la misma familia de los producidos por el cercano paso de un fantasma. Cuando me recuperé de la sorpresa le confesé a Diego lo que a mí me acababa de suceder. No pudimos darle una explicación lógica a nuestros impulsos destructores. Insisto: cada semana los jugadores del Almería nos reunimos en ese mismo lugar, frente a muchos autos y con proyectiles a mano y jamás –por lo menos nadie lo ha confesado– nos había pasado por la cabeza destruir vidrios ajenos.
Entonces brindamos por la coincidencia, y aquella cuarta cerveza nos llevó a la conclusión de que lo nuestro no era tan grave si lo comparábamos con el hecho de que alguien, alguna vez, en una playa deslumbrante, mató a un árabe sin venir tampoco a cuento.

lunes, 1 de abril de 2013

El Síndrome de Spielberg y otras dolencias




Una nueva entrega de este blog que nace a partir de un tuit. En este caso de @pavidonavido Luis Téllez, poeta y especialista en literatura infantil.




Antes de continuar quisiera hacer una distinción entre literatura e industria editorial. Son dos conceptos diferentes que se complementan y sobreviven en perfecta simbiosis: no puede existir uno sin el otro.
La literatura la ejercen los escritores y en cierta forma los editores, mientras que la industria editorial es todo aquello que se maneja entre despachos, contratos y términos escabrosos como el precio de venta al público o el representante legal.
          Una vez separados los conceptos puedo responderle a Luis con una reflexión: creo que lo que tendríamos que aprenderle a la industria editorial argentina (y en general a muchas otras industrias como la española, la alemana, la ecuatoriana o la brasileña) es su vocación viajera, su búsqueda por hacer llegar al mayor número de lectores el trabajo de sus escritores.
          Mientras que las industrias que acabo de mencionar son exportadoras, e incluso buscan la traducción de los libros que generan, la mexicana tiende más a la importación.
        Basta darse una vuelta por las librerías especializadas en literatura infantil de la Ciudad de México para encontrar títulos de autores de medio mundo, mientras que es prácticamente imposible hallar un ejemplar de literatura infantil mexicana en una librería de Madrid, por ejemplo.
         SM, Alfaguara y Norma, sellos que publican buena parte la literatura infantil mexicana, son filiales de grupos editoriales extranjeros: las dos primeras son de capital español, mientras que Norma tiene su sede en Colombia. El catálogo de venta de estos sellos en México está integrado tanto por escritores nacionales como extranjeros. Sin embargo son contados los libros mexicanos que, en contraparte, integran el catálogo internacional de aquellas editoriales.
         Un ejemplo puntual de esto último son, por ejemplo, los libros que ganan el Premio Barco de Vapor en su versión mexicana. A pesar de contar con el aval que otorga un premio tan importante son ignorados por las filiales de SM en América Latina y España.
         Sucede entonces que escritores, ilustradores y editores están creando libros mexicanos de calidad que, sin embargo, muy pocos conocen fuera de aquí porque la industria editorial mexicana, esa que se maneja en los despachos mantiene los contratos encerrados en un cajón.

I El Síndrome de Spielberg

Cuando un escritor firma un contrato de edición en México se encuentra con una interminable cascada de páginas y páginas llenas de cláusulas complicadísimas que incluyen apartados sobre traducciones, libros electrónicos, soportes tecnológicos que aún no se han inventado, derechos de imagen, película, serie de televisión, parque de diversiones, qué hacer en caso de que a Spielberg le guste tu novela o cómo gestionar la traducción al marciano moderno. En pocas palabras toda futura y posible negociación queda pertinentemente pactada.
      Por desgracia todo queda en el papel ya que en realidad la editorial no hará el más mínimo esfuerzo para que el libro alcance horizontes más amplios.
          Una vez le pregunté al subdirector de una editorial cuál era el mecanismo de su empresa para intentar traducciones o ventas de derechos de los libros mexicanos en la Feria de Bolonia. Al principio me miró como si le hubiera cuestionado por el sentido de la vida, y cuando por fin comprendió la pregunta me respondió con suficiencia: "nosotros no llevamos sus libros a Bolonia". Sorprendido le pregunté la razón por la que nos hacían firmar contratos tan complicados. Entonces aquel hombre me volvió a lanzar una de sus miraditas, y después me dio una enigmática respuesta: "Para protegernos".

II El hombre de los fierros viejos.

Hace años, cuando comenzaba a escribir, una vez que terminaba un texto procedía a esconderlo en un cajón. No hacía nada por publicarlo. Mi madre, pendiente de aquel extraño gesto, me invitaba a llevarlos a una editorial. Su lógica era aplastante y se sustentaba en el hecho de que era muy difícil que por la calle pasara un hombre gritando con la misma voz que el comprador de fierros viejos: ¡Se publican novelas de jóvenes escritores!
       Tenía razón, no abundan los editores de novelas que van puerta por puerta en la búsqueda del nuevo Harry Potter. Mi madre, eterna ama de casa, sabía, sin embargo, algo que el subdirector de una editorial transnacional ignoraba (o fingía ignorar): el que no enseña no vende.           
      Volvamos al tuit que originó estas reflexiones. Luis Téllez se refiere a los logros de Isol, ganadora del premio Astrid Lindgren 2013, y de María Teresa Andruetto, ganadora del Hans Christian Andersen 2012. Premios muy merecidos, sin duda, y otorgados a obras visibles, no a fantasmas escondidos bajo el peso de catorce mil claúsulas. 

III

Los problemas y retos de la literatura infantil mexicana y su inminente diálogo con el mundo dan para horas y horas de apasionante discusión. El propósito de esta entrada fue únicamente el de tratar de formular una idea más extensa de la que permiten los 140 caracteres del twitter. 
            Es cierto, en México hay mucho que aprender a los argentinos, a los chinos, a los italianos, pero también hay una literatura infantil vital y poderosa que tiene muchas cosas por contarle al mundo.