El sábado pasado después de jugar con mi Almería me
refugié, junto con algunos compañeros del equipo, en la cabañita en la que
solemos ahogar las penas o festejar los triunfos. Desde allí se pueden observar
los partidos que completan la jornada, y más allá, parte de la belleza del
Ajusco.
Nos acomodamos en la misma
terraza de siempre, destapamos algunas cervezas y después procedimos a realizar
la autopsia del partido, una nueva derrota, por cierto.
Terminada la sesión de culpas
y promesas intenté perderme en la contemplación del paisaje, pero en lugar de
futbol o montaña, mi mirada no dejaba de pasar, de manera alternativa, de una
pequeña roca al parabrisas de un auto cercano.
Roca, parabrisas
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Todos los elementos para
organizar un desbarajuste me quedaban convenientemente a mano. Lo extraño era
que había estado mil veces en aquella terraza rebosante de piedras volcánicas,
con parabrisas a tiro, y jamás había sentido tal necesidad de destrucción.
Un largo rato estuve luchando
conmigo mismo para no cometer una tontería, incluso llegué a sopesar la piedra
entre mis manos y hasta esbocé la explicación que le daría al dueño del vidrio
roto. En caso de lanzar la piedra no escondería la mano y asumiría el costo de
la reparación. Y todo por culpa de una fuerza que era superior a mí.
Destapé una nueva cerveza
como quien arroja una moneda al aire: con el último trago decidiría si por fin
cometía el crimen o ganaba la prudencia. Juro que durante esos minutos la roca
no dejaba de mirarme con ojos de invitación. “Lánzame contra el parabrisas”, me
ordenaba, “la recompensa será fabulosa”.
Supongo, por fortuna, que la Victoria tiende a
apaciguar los ánimos, el caso es que poco a poco el deseo de estrellar el
vidrio fue desapareciendo. La tentación estaba casi apagada cuando se acercó
Diego, nuestro defensa central, y con un tono entre la excitación y la alarma
me hizo una confesión:
–A veces me entran unas
incontrolables ganas de cometer locuras.
Nada dije, pero le di un trago
a la cerveza, acto que en sí mismo es una respuesta.
–Llevo un rato queriendo
lanzar el tronco contra el parabrisas –continuó Diego con sus palabras mientras
me señalaba hacia un enorme trozo de madera, también a mano, y hacia el mismo
automóvil contra el que yo había pensado atentar.
Ya no hubo un nuevo trago de
cerveza, se había acabado, pero sí un escalofrío de la misma familia de los
producidos por el cercano paso de un fantasma. Cuando me recuperé de la
sorpresa le confesé a Diego lo que a mí me acababa de suceder. No pudimos darle
una explicación lógica a nuestros impulsos destructores. Insisto: cada semana
los jugadores del Almería nos reunimos en ese mismo lugar, frente a muchos autos
y con proyectiles a mano y jamás –por lo menos nadie lo ha confesado– nos había
pasado por la cabeza destruir vidrios ajenos.
Entonces brindamos por la
coincidencia, y aquella cuarta cerveza nos llevó a la conclusión de que lo
nuestro no era tan grave si lo comparábamos con el hecho de que alguien, alguna
vez, en una playa deslumbrante, mató a un árabe sin venir tampoco a cuento.
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