miércoles, 3 de abril de 2013

Diego y la piedra


El sábado pasado después de jugar con mi Almería me refugié, junto con algunos compañeros del equipo, en la cabañita en la que solemos ahogar las penas o festejar los triunfos. Desde allí se pueden observar los partidos que completan la jornada, y más allá, parte de la belleza del Ajusco.
Nos acomodamos en la misma terraza de siempre, destapamos algunas cervezas y después procedimos a realizar la autopsia del partido, una nueva derrota, por cierto.
Terminada la sesión de culpas y promesas intenté perderme en la contemplación del paisaje, pero en lugar de futbol o montaña, mi mirada no dejaba de pasar, de manera alternativa, de una pequeña roca al parabrisas de un auto cercano.
Roca, parabrisas
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Roca, parabrisas.
Todos los elementos para organizar un desbarajuste me quedaban convenientemente a mano. Lo extraño era que había estado mil veces en aquella terraza rebosante de piedras volcánicas, con parabrisas a tiro, y jamás había sentido tal necesidad de destrucción.   
Un largo rato estuve luchando conmigo mismo para no cometer una tontería, incluso llegué a sopesar la piedra entre mis manos y hasta esbocé la explicación que le daría al dueño del vidrio roto. En caso de lanzar la piedra no escondería la mano y asumiría el costo de la reparación. Y todo por culpa de una fuerza que era superior a mí.
Destapé una nueva cerveza como quien arroja una moneda al aire: con el último trago decidiría si por fin cometía el crimen o ganaba la prudencia. Juro que durante esos minutos la roca no dejaba de mirarme con ojos de invitación. “Lánzame contra el parabrisas”, me ordenaba, “la recompensa será fabulosa”.
Supongo, por fortuna, que la Victoria tiende a apaciguar los ánimos, el caso es que poco a poco el deseo de estrellar el vidrio fue desapareciendo. La tentación estaba casi apagada cuando se acercó Diego, nuestro defensa central, y con un tono entre la excitación y la alarma me hizo una confesión:
–A veces me entran unas incontrolables ganas de cometer locuras.
Nada dije, pero le di un trago a la cerveza, acto que en sí mismo es una respuesta.  
–Llevo un rato queriendo lanzar el tronco contra el parabrisas –continuó Diego con sus palabras mientras me señalaba hacia un enorme trozo de madera, también a mano, y hacia el mismo automóvil contra el que yo había pensado atentar.
Ya no hubo un nuevo trago de cerveza, se había acabado, pero sí un escalofrío de la misma familia de los producidos por el cercano paso de un fantasma. Cuando me recuperé de la sorpresa le confesé a Diego lo que a mí me acababa de suceder. No pudimos darle una explicación lógica a nuestros impulsos destructores. Insisto: cada semana los jugadores del Almería nos reunimos en ese mismo lugar, frente a muchos autos y con proyectiles a mano y jamás –por lo menos nadie lo ha confesado– nos había pasado por la cabeza destruir vidrios ajenos.
Entonces brindamos por la coincidencia, y aquella cuarta cerveza nos llevó a la conclusión de que lo nuestro no era tan grave si lo comparábamos con el hecho de que alguien, alguna vez, en una playa deslumbrante, mató a un árabe sin venir tampoco a cuento.

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