martes, 24 de junio de 2014

DOS DE JULIO DE 2010

Aún no estamos a dos de julio, pero el triunfo de Uruguay me impulsó a compartir con ustedes este texto. Pertenece a "El futbol está en otra parte", un ensayo que escribí para desentrañar lo que para mí significa en futbol.

DOS DE JULIO DE 2010

También desde hace años tengo la idea de escribir un ensayo acerca de lo qué significa irle –como se dice en México- a un equipo de futbol. No creo que sea una idea tan descabellada como la de la novela imposible que pretende contar la prohibición del balompié. Más bien me parece un ejercicio complicado, casi de psicoanálisis, porque siempre que pienso en la estructura de aquel ensayo aparece en el fondo la figura de mi padre.
No descarto, por otro lado, que todas estas anotaciones formen ya parte de ese ensayo. No descarto que mi vida completa, el viaje a Almería, los goles con los que sueño sean en realidad páginas de un ensayo que buscan desentrañar lo que en el fondo significa irle a un equipo de futbol.
Tal vez viajé a Almería a encontrar a mi padre, un tal Carlos Quezadas, fallecido un año antes en la Ciudad de México. Habría sido una gran respuesta para todos aquellos que me preguntaban qué coño iba yo a hacer en Almería:
-Voy a buscar a mi padre.
Seguro a él le habría divertido mucho transfigurarse en almeriense. A fin de cuentas le encantaba usurpar nacionalidades. Sin ir más lejos fue el más uruguayo de los uruguayos cuatro meses exactos antes de su muerte. El dos de julio de 2010, el día de su cumpleaños, se enfrentaron Ghana contra Uruguay en los cuartos de final de la Copa del Mundo de Sudáfrica. Lo invité a comer a La Coyoacana para ver el partido. Había muchos charrúas en el sitio pero ninguno como mi padre.
Fue un partido que se recordará por años. Un claro ejemplo de porqué el Mundial es tan maravilloso y existimos los locos que catalogamos la calidad de un año de acuerdo a la cercanía del evento. Se jugaba el último segundo del tiempo extra. Ghana mandó un centro que se paseó por el área uruguaya sin decidirse a entrar en la portería. Varias veces el balón estuvo a punto de entrar, pero un milagro evitaba la desgracia hasta que un decidido cabezazo de Dominic Adiyiah tomó dirección de gol. Y entonces apareció la figura de Luis Suárez quien metió una mano que evitó la anotación.
Y entonces surgió el problema de ética futbolística más importante de la historia. Nunca antes se había presentando una jugada de esas características en una instancia tan importante.
¿Luis Suárez hizo lo correcto?
¿Ghana fue víctima de ese reglamento bárbaro del que ya hemos hablado?
¿Aquel dos de julio quedó marcado como una fecha vil para el futbol?
Mi respuesta para el primer cuestionamiento es que efectivamente el delantero uruguayo hizo lo correcto. Cometió una falta, es cierto, pero fue juzgado por ella y recibió el castigo que marca el reglamento. A final de cuentas Asamoah Gyan tuvo en sus piernas la posibilidad de anotar un penalti que de haberse transformado en gol no nos tendría, años después, discutiendo la jugada. Sin embargo el balón dio en el travesaño, el árbitro decretó en ese instante el fin de los tiempos suplementarios y aquel partido se decidió en serie de penales. Una Ghana con la moral por los suelos no tuvo los arrestos para afrontar los disparos desde los once pasos y Uruguay calificó a las semifinales de la Copa del Mundo.
Sí, es cierto, los africanos fueron perjudicados por un reglamento cruel que a veces parece redactado por una turba de trogloditas. Pero qué hacer entonces. ¿Tirar penales hasta que la víctima del infortunio logré la anotación que le fue robada? ¿Decretar como gol un balón que jamás rebasó la línea de meta? Me parece que ese coqueteo con la barbarie fomentado por el reglamento es el que hace que el futbol sea algo más que un deporte.
Y no, definitivamente no creo que aquel dos de julio haya quedado marcado como una fecha negra. Me parece que miles, incluso millones de niños que presenciaron el partido quedaron enganchados para siempre al futbol. Experimentaron, supongo, lo que yo sentí en otro julio lejano cuando Harald Schumacher, portero alemán, arrolló al ligero Battiston en una jugada salvaje que no fue marcada ni siquiera como falta. Battiston quedó inconsciente sobre el terreno de juego mientras que el arquero alemán contemplaba la escena con la frialdad de un verdugo. Al final del partido mientras el francés era atendido en un hospital de Sevilla Schumacher detenía el penal que daba a los alemanes la calificación a la final del Mundial de España 1982. Años después, en sus memorias, el guardameta confesó que sólo se dio cuenta de la magnitud de la acción cuando recibió la llamada telefónica de su madre preocupada por la salud del francés: “Ha parecido grave. La falta ha dado muy mala impresión”.
Festejaban los alemanes sobre la cancha mientras el niño que fui miraba desconcertado al televisor en el instante en que, lo recuerdo bien, escuchó las gotas pesadas caer sobre el techo, comenzó un típico torrencial de verano en la Ciudad de México. Veintiocho años después no llovió. Lo sé porque me encontraba en el jardín de una cantina de Coyoacán tratando de contener la emoción de mi padre, uruguayo entonces, que se abalanzaba para abrazar a sus compatriotas que no paraban de celebrar. Aquello era una fiesta.
Después de todo lo único que tengo claro es que en Almería hay una calle que aparece y desaparece a voluntad y que de su nombre el futbol no tiene noticia.