Aún no estamos a dos de julio, pero el triunfo de Uruguay me
impulsó a compartir con ustedes este texto. Pertenece a "El futbol está
en otra parte", un ensayo que escribí para desentrañar lo que para mí
significa en futbol.
DOS DE JULIO DE 2010
También desde hace años tengo la idea de escribir un ensayo acerca de
lo qué significa irle –como se dice en México- a un equipo de futbol. No
creo que sea una idea tan descabellada como la de la novela imposible
que pretende contar la prohibición del balompié. Más bien me parece un
ejercicio complicado, casi de psicoanálisis, porque siempre que pienso
en la estructura de aquel ensayo aparece en el fondo la figura de mi
padre.
No descarto, por otro lado, que todas estas anotaciones
formen ya parte de ese ensayo. No descarto que mi vida completa, el
viaje a Almería, los goles con los que sueño sean en realidad páginas de
un ensayo que buscan desentrañar lo que en el fondo significa irle a un
equipo de futbol.
Tal vez viajé a Almería a encontrar a mi
padre, un tal Carlos Quezadas, fallecido un año antes en la Ciudad de
México. Habría sido una gran respuesta para todos aquellos que me
preguntaban qué coño iba yo a hacer en Almería:
-Voy a buscar a mi padre.
Seguro a él le habría divertido mucho transfigurarse en almeriense. A
fin de cuentas le encantaba usurpar nacionalidades. Sin ir más lejos fue
el más uruguayo de los uruguayos cuatro meses exactos antes de su
muerte. El dos de julio de 2010, el día de su cumpleaños, se enfrentaron
Ghana contra Uruguay en los cuartos de final de la Copa del Mundo de
Sudáfrica. Lo invité a comer a La Coyoacana para ver el partido. Había
muchos charrúas en el sitio pero ninguno como mi padre.
Fue un
partido que se recordará por años. Un claro ejemplo de porqué el Mundial
es tan maravilloso y existimos los locos que catalogamos la calidad de
un año de acuerdo a la cercanía del evento. Se jugaba el último segundo
del tiempo extra. Ghana mandó un centro que se paseó por el área
uruguaya sin decidirse a entrar en la portería. Varias veces el balón
estuvo a punto de entrar, pero un milagro evitaba la desgracia hasta que
un decidido cabezazo de Dominic Adiyiah tomó dirección de gol. Y
entonces apareció la figura de Luis Suárez quien metió una mano que
evitó la anotación.
Y entonces surgió el problema de ética
futbolística más importante de la historia. Nunca antes se había
presentando una jugada de esas características en una instancia tan
importante.
¿Luis Suárez hizo lo correcto?
¿Ghana fue víctima de ese reglamento bárbaro del que ya hemos hablado?
¿Aquel dos de julio quedó marcado como una fecha vil para el futbol?
Mi respuesta para el primer cuestionamiento es que efectivamente el
delantero uruguayo hizo lo correcto. Cometió una falta, es cierto, pero
fue juzgado por ella y recibió el castigo que marca el reglamento. A
final de cuentas Asamoah Gyan tuvo en sus piernas la posibilidad de
anotar un penalti que de haberse transformado en gol no nos tendría,
años después, discutiendo la jugada. Sin embargo el balón dio en el
travesaño, el árbitro decretó en ese instante el fin de los tiempos
suplementarios y aquel partido se decidió en serie de penales. Una Ghana
con la moral por los suelos no tuvo los arrestos para afrontar los
disparos desde los once pasos y Uruguay calificó a las semifinales de la
Copa del Mundo.
Sí, es cierto, los africanos fueron perjudicados
por un reglamento cruel que a veces parece redactado por una turba de
trogloditas. Pero qué hacer entonces. ¿Tirar penales hasta que la
víctima del infortunio logré la anotación que le fue robada? ¿Decretar
como gol un balón que jamás rebasó la línea de meta? Me parece que ese
coqueteo con la barbarie fomentado por el reglamento es el que hace que
el futbol sea algo más que un deporte.
Y no, definitivamente no
creo que aquel dos de julio haya quedado marcado como una fecha negra.
Me parece que miles, incluso millones de niños que presenciaron el
partido quedaron enganchados para siempre al futbol. Experimentaron,
supongo, lo que yo sentí en otro julio lejano cuando Harald Schumacher,
portero alemán, arrolló al ligero Battiston en una jugada salvaje que no
fue marcada ni siquiera como falta. Battiston quedó inconsciente sobre
el terreno de juego mientras que el arquero alemán contemplaba la escena
con la frialdad de un verdugo. Al final del partido mientras el francés
era atendido en un hospital de Sevilla Schumacher detenía el penal que
daba a los alemanes la calificación a la final del Mundial de España
1982. Años después, en sus memorias, el guardameta confesó que sólo se
dio cuenta de la magnitud de la acción cuando recibió la llamada
telefónica de su madre preocupada por la salud del francés: “Ha parecido
grave. La falta ha dado muy mala impresión”.
Festejaban los
alemanes sobre la cancha mientras el niño que fui miraba desconcertado
al televisor en el instante en que, lo recuerdo bien, escuchó las gotas
pesadas caer sobre el techo, comenzó un típico torrencial de verano en
la Ciudad de México. Veintiocho años después no llovió. Lo sé porque me
encontraba en el jardín de una cantina de Coyoacán tratando de contener
la emoción de mi padre, uruguayo entonces, que se abalanzaba para
abrazar a sus compatriotas que no paraban de celebrar. Aquello era una
fiesta.
Después de todo lo único que tengo claro es que en Almería
hay una calle que aparece y desaparece a voluntad y que de su nombre el
futbol no tiene noticia.