miércoles, 23 de noviembre de 2011

Fotografía de la página 14

Salen los dos a dar su paseo diario. El perro siempre tres o cuatro pasos por delante. El hombre detrás, con la cadena enrollada a la muñeca derecha; en un gesto que refleja el ejercicio de una fuerza innecesaria, ya que el perro es pequeño y poco dado a las escaramuzas y es seguro que una simple sujeción natural de la agarradera bastaría para controlarlo. Pero a Antonio le gusta guiarlo así, con una imaginaria mano fuerte, mientras que al perro no le importa en lo más mínimo como lo sujeten, es un animal dócil, decíamos.
Incluso la cadena funciona tan sólo para el primer tramo del recorrido, porque una vez que llegan a la orilla del río, el hombre se agacha hasta el cuello de su compañero, y después de un clic el perro queda en libertad, en una libertad que se traduce en seis o siete pasos de diferencia, no más.
Y Antonio voltea hacia el Arno y sus ojos se pierden en el ligero caudal. ¿Qué mira quien mira un río?
Antonio lo sabrá y yo no lo sé, porque en lugar de un río, mis ojos ven a un hombre con su perro. Estoy parado en el Puente Vespucci, y podría estar mirando hacia Santa María Novella, hacia el Puente Vecchio, pero mis ojos se quedan pegados allí, en los saltitos que da el animal entre el fango de la orilla sin alejarse mucho de Antonio.
-Tómame una foto –pide Ana, mientras coloca la mejor sonrisa del mundo frente al lente de mi cámara.
Yo quiero seguir mirando al hombre y al perro que ahora caminan por la orilla, seguir escuchando al río, pero ella es obstinada y no quiere regresar sin una foto con fondo toscano. Apunto pues la cámara contra mi Gioconda pero ninguna composición me parece adecuada, hasta que de pronto descubro en la parte inferior derecha dos puntitos que se alejan, entonces disparo y capturo la mejor vista de Florencia.
¡Clic!
Y el perro vuelve a regirse por el mando del hombre en el justo instante en el que se ha escuchado un trueno, pero no es seguro que llueva, ayer estuvo igual, Antonio creyó que iba a refrescar y sin embargo el calor no le dejó dormir. Pero todo es fortuito y una hora después el perro y el hombre llegan empapados y divertidos a casa, dejando un desbarajuste de lodo en los catorce peldaños de la escalera que nunca sabremos quién habrá de limpiar.

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