martes, 20 de marzo de 2012

Botella al mar desde Insurgentes


Un temblor de 7.9 grados en la escala de Richter que borraría del mapa una nación del centro de Asia, o que provocaría una ola que arrasaría con cientos de poblados en la costa de Japón, para nosotros, los mexicanos, no pasa de ser un susto que en cinco minutos se transforma en chiste.
Se me ponchó una llanta me dijo el taxista y yo no entendí muy bien lo que me decía porque estaba distraído mirando el kiosco morisco de Santa María la Ribera. Me voy a orillar, anunció y al virar un poco el vehículo los dos comprendimos que no era la llanta sino un temblor.
Para nosotros es un temblor, para el mundo un terremoto.
Cuando el movimiento terminó el taxi continuó su marcha por las calles de la colonia. El conductor y yo nos distraíamos mirando montoncitos de personas afuera de los edificios. Al avanzar por Dr. Atl un auto nos sorprendió en sentido contrario y aquello me pareció una mala señal. Me recordó cuando en 1985 el eje central, por ejemplo, se convirtió en una avenida de ida y vuelta o como en Tlalpan sólo se podía circular por uno de los dos sentidos (supongo que por el que va de norte a sur porque el otro, el que corre hacia el centro de la ciudad estaría bloqueado por los derrumbes a la altura de San Antonio Abad).
No me gustó para nada ver ese auto circulando en contra de nosotros. Tampoco me gustó ni el sonido de las sirenas de ambulancia (muchas sirenas, de verdad) ni una motocicleta de la policía desplazándose a toda velocidad por el carril del metrobús.
Bajé del taxi e intenté llamar a Ana pero el teléfono estaba muerto. Saqué el Ipod, botella al mar, sin ninguna esperanza de encontrar una red disponible y nada más dar dos pasos sobre la calle en la pantalla del aparato aparecieron las tres onditas de la conexión. Entré a Twitter y lancé al mundo un absurdo “Estoy bien”. Como si me encontrara en una isla desierta, como si mi nave hubiera caído en un planeta desconocido.
“Estoy bien” leí en mi TL y sentí un alivio: los aviones de reconocimiento no tardarían en llegar por mí. Levanté la vista y descubrí que me encontraba en Insurgentes y Puente de Alvarado. Aquello no era el fin del mundo.
En mi TL comenzaron a aparecer tweets tranquilizadores que anunciaban que “ellos”, muchos a quienes yo no conocía, se encontraban a salvo. No había derrumbes, no había muertos y por esta vez la habíamos librado. También llegaron hasta mi isla botellas al mar que acusaban haber recibido mi absurdo “Estoy bien”: @aykrmela desde Barcelona, @ivalhuna desde Uruguay, @nooee_21 desde Almería y @ladyprovolone desde Guadalajara se alegraban de mi estado.
En el otro lado del mundo ya estaban enterados de que un terremoto había sacudido a la Ciudad de México y que yo, que no soy más que un avatar con un grafitti de Pessoa de fondo, estaba bien.
A pesar del mal augurio del auto a contramano al final no pasó gran cosa, por lo menos no la gran cosa que sobreviene después de un terremoto de 7.9 grados. Llegué a la casa y Ana me abrazó y el perro se mostró más contento que de costumbre y en la Ciudad de México supimos que hoy no fue y que ojala nunca sea.

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